El triste origen de San Atilano, el camposanto de la cólera morbo

La epidemia de 1832 obligó a agilizar la obra del cementerio extramuros para cerrar 50 puntos cerrados de enterramiento

Más de 100.000 personas descansan en el camposanto municipal de Zamora

El Cementerio de San Atilano tiene más población que la capital: más de cien mil zamoranos y zamoranas se calcula que descansan en el camposanto -además de los recogidos en el osario-, bajo más de medio centenar de cipreses que se extienden sobre los más de 10 hectáreas que ocupa el recinto. Inaugurado en agosto del año 1834, su creación coincide con la elevada mortandad por cólera morbo que azotó España y Portugal con especial virulencia.

Pero ya en el 1787, a causa de las devastadoras epidemias que diezmaban las poblaciones, de rápida extensión por la falta de higiene y los enterramientos en iglesias o conventos, las autoridades comienzan a legislar para que los ayuntamientos españoles creen "cementerios ventilados", es decir, al aire libre, ya que los cadáveres e envolvían en una sábana en templos y recintos religiosos bajo tierra que se iba prensando a medida que pisaban los feligreses. Este procedimiento contribuían al contagio de enfermedades y plagas.

La cólera morbo de 1832 marcaría un antes y un después en los enterramientos de la capital solo por casualidad, indica el estudioso del camposanto Isauro Pérez Ratón, maestro y escritor zamorano que ya relató en LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA la historia de San Atilano en 2007. En el inicio del segundo cuarto del siglo XIX, la capital contaba con 50 puntos en los que dar sepultura, entre ellos, la Catedral y la Casa Hospicio (palacio de los Condes de Alba y Aliste), iglesias, monasterios, conventos y parroquias de la periferia. Zamora entera era un cementerio, dice este autor.

Ante la expansión de esa epidemia, el conde de Castroterreño, gobernador político y militar de Zamora, "el 8 de mayo de 1833, nombra un magistrado especial para que vigile con toda severidad el aislamiento de la frontera con Portugal, “bajo pena de la vida” para los que lo incumplan, y ordena la construcción de cementerios provisionales en las parroquias" ante la agresiva plaga.

El cantero Daniel Martínez y el conserje Pedro Girón con enterradores al terminar la obra de la sepultura de Ramón Álvarez.

El cantero Daniel Martínez y el conserje Pedro Girón con enterradores al terminar la obra de la sepultura de Ramón Álvarez. / Familia Pedreira Chimeno

Para entonces, el Ayuntamiento capitalino ya había recibido en mayo de 1831 la petición de la Junta Superior de Sanidad de aglutinar los enterramientos expuertas. Se llegan a barajar tres posibles ubicaciones: el paraje "El Calvario", situado en la ahora avenida de Tres Cruces; la "Casa Santa", ubicada en terrenos del actual Colegio Universitario; y las inmediaciones de la ermita de San Atilano, lugar de peregrinación en las fiestas del patrón de Zamora, templo que desaparece en el siglo XVIII para integrarse después en el camposanto al que da nombre.

Mientras se prepara el recinto, se establecen otros provisionales dentro de la propia capital, el primero en agosto de 1833 estará situado en el solar de la desaparecida iglesia de San Miguel del Burgo (cerca de la calle de Cortinas de San Miguel), donde se inhuman 81 cadáveres en un año y medio, indica Pérez Ratón. los vecinos de la zona protestan por la insalubridad de la medida.

Otros puntos se instalaron en las de la Catedral, San Isidoro, San Ildedonso, la Magdalena y San Cipriano, a donde se trasladaron los enterramientos de la Casa Hospicio. Las parroquias de Santa Lucía, Santa María la Nueva San Juan,San Vicente, San Leonardo y San Bartolomé llevan a cabo los entierros en el hospital de los hombres; y las de San Antolín, San Esteban, San Torcuato, Santiago, San Salvador, San Esteban, Santiago y San Andrés lo hacen en el hospital de mujeres. El resto lo harán en sus templos, como San Lázaro; San Claudio de Olivares y el Espíritu Santo, que los llevarán a huerto de esta parroquia; San Frontis, en su iglesia; y El Sepulcro, en el huerto de la suya.

La alarma sanitaria

Fomento urge la construcción de la necrópolis en abril de 1834. Se hará con las piedras, retablo, puertas y madera de la derruida iglesia de San Simón, que estaba al final de la Cuesta del Pizarro, trasladados en carretas por todo aquel que cruzara el Puente de Piedra hacia San Atilano por orden de la autoridad. Se exige que no cesen los trabajos ante la alarma sanitaria y se nombre a un encargado para impedir robos de material el 2 de julio. Será el abogado zamorano Jacobo Martín Brahones.

Los arquitectos fueron Manuel Sipos y José Pérez, técnico municipal, sustituidos por Francisco Nieto, arquitecto de la Academia de San Fernando, detalla el estudioso zamorano. El capataz sería Vicente Herrarte por 8 reales al día que se incrementarían a 10 al pasar a ser director y aparejador de la obra. El impulso al proyecto fue meteórico.

Martín Brahones eligió a Gabriel Álvarez como primer guarda, primer empleado de San Atilano como sepulturero. El 23 de agosto de 1834 cumple con los primeros enterramientos, tras la bendición por Pedro Samaniego del recinto, no exenta de polémica entre los sacerdotes que aspiraban a echar el agua santa. Cuatro mujeres inauguraron las instalaciones, tres de ellas, víctimas de cólera: Manuela Sancho, de 70 años; Micaela Alfonso y Damiana Rosete. La cuarta fue María Conde.

Pero, curiosamente, la sepultura más antigua la ocupa el propio Martín Brahones, muerto en 1868, situada en el primer recinto que se levantó, a pocos metros del pozo y del sepulcro de piedra que hizo veces de abrevadero para los animales que trasladaban los cadáveres en carruajes hasta bien entrado el siglo XX.

Desde entonces, el Ayuntamiento ha realizado cuatro ampliaciones, el segunda ya prevista en el proyecto inicial fue hacia 1836, la tercera en 1950-1960. La prolongación de la parte civil, a la izquierda del camposanto se llevó a cabo hacia 1975 y las últimas, a finales del siglo XX. Los espacios para musulmanes, donde se ha sepultado a cuatro personas, y para neonatos se crean a partir del año 2016.

Seis funcionarios municipales, enterradores o conserjes, atienden entre dos y tres inhumaciones diarias, en turnos de cuatro personas el fin de semana, y mantienen las instalaciones. Podrían recorrer con los ojos cerrados cada rincón del camposanto del que conocen anécdotas, como la caída de aquel rayo sobre un ciprés a mediados del siglo XX que pulverizó el árbol y se llevó la vida de tres enterradores que se resguardaron debajo.

Los ilustres

Por supuesto, conocen el origen de las capillas de familias zamoranas que destacan entre las sepulturas de lápida o de tierra, así como aquellas que guardan los restos de los más ilustres zamoranos como el poeta Claudio Rodríguez, los artistas como Ramón Álvarez, Eduardo Barrón o Ramón Abrantes, la del intelectual Agustín García Calvo o la de la conocida zamorana Amparo Barayón, esposa de Ramón J. Sénder, asesinada por su ideología por la dictadura de Franco.

El Ayuntamiento también ha creado en estos últimos años una capilla de ilustres zamoranos donde las familias de personas destacadas de la provincia pueden elegir depositar los restos.

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