Cuidar del mundo que conocemos

La ruptura con el ser humano que elaboraba por sus propios medios y sin la ayuda de una máquina, fue imparable

Un cestero, fotografiado en los años 50.

Un cestero, fotografiado en los años 50. / Cedida por el Museo del Vino de Galicia

Julio Fernández Peláez

Julio Fernández Peláez

Mi padre hacía cestos de mimbre. En cierta ocasión me contó que había aprendido a hacerlos de niño, y que esta era de las pocas cosas que le había enseñado su padre. Yo miraba cómo trabajaba la mimbre hasta conseguir trenzarla y darle la forma de un cesto, y me preguntaba por qué mi padre no había insistido en que yo aprendiera aquel oficio. Quizá me veía muy torpe, o quizá, y esta es la opinión más razonable: él daba por terminado aquel mundo en el que se seguían haciendo las cosas a mano –aún considerándose parte de él–, de forma que no tenía sentido que la generación siguiente aprendiera a manufacturar cestos cuando ya todo se podía comprar en cualquier establecimiento.

No le faltaban razones para pensar así. Aunque la mayoría de los bienes de consumo siguieron necesitando de una manufactura, lo cierto es que esta se realizaba dentro de una cadena de producción, visible o invisible; y aquello que mi padre vivió en su infancia, en el mundo rural, y que tenía que ver con un “hacer con las manos” desaparecía como de la noche a la mañana, ocultado por la gran mancha de aceite de la industrialización y mercantilización a gran escala, primero en países que pronto se llamaron a sí mismos “desarrollados” y a continuación en países “en desarrollo”.

Cuando mi padre dejó de hacer cestos, porque ya no podía, y porque los años pueden con todo, las mimbreras, las de la mimbre fina y maleable, comenzaron a perderse, misteriosamente desaparecieron

Cuando miramos hacia atrás, a lo ocurrido en estos últimos 50 o 60 años, no podemos sentir otra cosa que un enorme vértigo por las transformaciones producidas a nivel económico, que tienen su clímax en la irrupción del hiperconsumismo que se desata con el comercio electrónico en la era digital y la capacidad de adquirir cosas procedentes de cualquier rincón del mundo. Esto, está claro, no lo intuyó mi padre en su totalidad, era imposible, pero sí en lo fundamental: en el escaso valor que comenzaba a tener todo aquello que se hacía a mano, teniendo en cuenta el tiempo que requería hacerlo.

En el fondo, mi padre sabía que el declive de lo artesanal estaba causado por esa variable: el tiempo dilatado. Y que el auge del consumismo era gracias a la inmediatez de todo lo que se ofrecía a tiempo real, es decir, al instante.

Aunque no cabe duda que algunos oficios artesanales resistieron, lo cierto es que la suerte estaba echada para muchos otros. Nadie volvió a hilar hilo de lino en una rueca para llevar las madejas a un telar, ni volvió a segar las tierras a hoz para más tarde cocer la harina en un horno, ni se volvieron a amasar adobes para levantar los muros de las casas. La ruptura con el ser humano que elaboraba por sus propios medios y sin la ayuda de una máquina, fue imparable y sin posibilidades para una marcha atrás.

No me arrepiento de no haber aprendido a hacer cestos de mimbre, porque lo cierto es que me sentía bastante torpe, pero cuando pienso en mi padre, siempre lo veo en mitad de la huerta, en medio de un arsenal de varas de mimbre y afanado en una tarea con la que él disfrutaba realmente –nunca vendió un cesto a nadie, todos los hacía como regalo–, al tiempo que me pregunto qué sentido tiene renunciar a aquello que más nos une al medio, y si no es esta renuncia un paso atrás en nuestra frágil condición de humanos.

Cuando mi padre dejó de hacer cestos, porque ya no podía, y porque los años pueden con todo, las mimbreras, las de la mimbre fina y maleable, comenzaron a perderse, misteriosamente desaparecieron. De ser una especie vegetal abundante, apenas hoy tienen presencia en los márgenes de los regatos. La única explicación posible, pensé, era que dependían de los cuidados de mi padre, sin el cual no podían competir con otros árboles. Y entonces caí en la cuenta de la semejanza que había entre trenzar mimbres y cuidar de lo que nos rodea, y sentir ese cuidado. Por eso regalaba los cestos, ahora caigo, porque hacer las cosas a mano, y con tiempo, significa hacerlas con cuidado, cuidado de cuidar a los otros, cuidado de cuidar del mundo que conocemos.

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