Opinión
Cosas del verano
Comisionistas: esos parásitos que no aportan a la sociedad ningún valor añadido y se forran
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Billetes de distinto valor / Billetes de distinto valor
Engarabitado sobre un taburete, hacía lo posible por asomarse a la única ventana que daba a la calle. Pero apenas conseguía ver la gente que se iba acercando, ya que había una curva, justo antes de llegar a su casa, que le hacía perder la perspectiva. Esperaba con impaciencia la llegada de su padre, pues le había prometido llevarle a ver una película ese mismo día. Y la hora estaba casi llegada. Apenas faltaban unos minutos para que en el cine del barrio comenzara el ultimo pase.
Era la primera vez que iba a ver una peli por la noche. Pero es que era verano y no había colegio. Además, el aire acondicionado de la sala iba a ayudarle a olvidar el calor que estaba azotando la ciudad. Lo cierto era que el tiempo iba pasando y su padre no aparecía. No apareció en ese momento, ni en el siguiente. Ni tampoco ese día. Ni los que le sucedieron. Y aconteció que llegó el invierno. Y aquel modelo de padre de familia, ensalzado por todos, continuaba sin dar señales de vida.
Fueron pasando los veranos, y también los inviernos. Y el chaval dejó de ser chaval. Y dejó de necesitar un taburete para poder escudriñar la calle. Pero seguía acercándose a la vieja casa todas las tardes, antes del anochecer, con la esperanza de ver aparecer a su ser querido. Proyectaba su mirada por aquella boquera, cuyos pequeños cuarterones permanecían abiertos. Las figuras grandes y fuertes de la gente que avanzaba por la calle, con el paso del tiempo se habían tornado en débiles y minúsculas. En realidad, aquellos portillos de madera no llegaron a cerrarse desde aquel día en que su padre le había prometido ir al cine juntos. Eran aquellos años en los que su progenitor insistía en convencerle que quien disponía de una casa cuyo precio superara un determinado límite, era signo de que la había obtenido de manera deshonesta o impúdica. Y mientras su padre le exponía esas y otras diatribas, él se limitaba a asentir con la cabeza. Por entonces, su progenitor era dado a las utopías más exageradas, de ahí que fuera incapaz de aceptar ideas que no estuvieran ubicadas en el extremo que él hubiera elegido. De nada servían argumentos y considerandos que pudieran aproximarle a un término medio, ya que él mantenía sin desmayo aquella forma de valorar las cosas.
El espacio que media entre la elaboración de un producto y lo que los consumidores pagamos por él, es un amplio páramo controlado por aprovechados que se mueven como Pedro por su casa
Uno de los días en los que oteaba la calle a través el ventanuco, sonó su teléfono. Alguien de la familia le hacía llegar una noticia. Resultó ser que su padre había aparecido. Ahora vivía en una ampulosa mansión con piscina, ubicada en una amplia parcela de bellos jardines, en lo mejor de la ciudad, cuyo precio superaba con mucho el límite que él había marcado en su día como obsceno. Allí disfrutaba de la vida con su nueva familia, ayudado por su secretaria, su chofer y un par de guardaespaldas. Al parecer, consideraba que lo que había pagado por aquel palacete era, simple y llanamente, un precio justo. Y que correspondía a lo que él merecía. Y que el dinero necesario lo había obtenido utilizando procedimientos lícitos.
Aquel hombre de principios exagerados había cambiado radicalmente sus convicciones. O al menos, así parecía aparentarlo. A partir de aquel momento, el defraudado hijo dejó de visitar la antigua casa familiar. Una casa que había conservado con el solo objeto de mantener vivo el recuerdo de su padre. Fue grande el golpe recibido, Le hizo caer en la cuenta lo fácil que viene a ser pasar de un extremo a otro sin que se lleguen a poner los pelos de punta.
Tras poner a la venta la vieja vivienda familiar retornó, como todos los días, a su hogar habitual, donde le esperaban su mujer y sus hijos. Le costó acomodarse a la nueva situación. Pero, poco a poco, cayó en la cuenta de que no era ese el único caso en el que alguien llega a progresar económicamente de manera tan sorprendente. De hecho, acababa de ver la viñeta que El “Roto” publicaba todos los días en un conocido periódico. Bajo el título de “El Comisionista” aparecía la figura de un hombre bien trajeado al que le salían unos cuantos fajos de billetes por los bolsillos. El hombre decía: “Me acorralaron y me metieron el dinero en el bolsillo. Mi heroica resistencia fue inútil”
Recordó que hacía unos días, en un programa televisivo, una conocida periodista (Rosa Villacastín), a propósito de este asunto, llegó a decir a sus colegas que era habitual, en sitios como Marbella, ver a gente pija reunida en fiestas haciendo en un pispás este tipo de negocios. De hecho, la periodista insistió en invitar a sus asombrados compañeros a asistir a alguna de ellas para que pudieran dar fe de su existencia.
Deben ser cosas del verano. Pero esto de los comisionistas, o sea, de esos parásitos que no aportan a la sociedad ningún valor añadido y se forran hasta las trancas, me trae de cabeza. Por mucho que me ponga a la sombra, no consigo relajarme. Y es que el espacio que media entre la elaboración de un producto y lo que los consumidores pagamos por él, es un amplio páramo controlado por aprovechados que se mueven como Pedro por su casa. Y cada año que pasa, da la impresión de que la cosa sigue aumentando.
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