Machacando ajos

El cambio climático ha conseguido que las cigüeñas no se muevan de Zamora durante todo el año

CIGÜEÑA EN EL CAMPANARIO DE LA IGLESIA DE SANTA LUCÍA

CIGÜEÑA EN EL CAMPANARIO DE LA IGLESIA DE SANTA LUCÍA / EMILIO FRAILE

Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

Picoteaban con un ritmo frenético, de manera que se hacían notar ante cualquier observador que no estuviera muy alejado de la espadaña donde tenían instalado el nido. Y es que las cigüeñas golpeaban su pico con una cadencia imposible de ser imitada. Mi abuela, cuando las escuchaba, desde su casa de la calle de San Cipriano, decía que estaban "machacando ajos". Y es que, desde su mirador le quedaban casi a ras las cigüeñas de la iglesia de Santa Lucía. Desde aquel sitio tan privilegiado observaba cómo avanzaban en la construcción del nido; cómo enseñaban a las crías a protagonizar sus primeros vuelos; cómo, avanzada la tarde, retornaban tras haber hecho acopio de gusanos que transportaban en el pico, y también de alguna que otra culebra que servía de alimento de los cigoñinos.

Era aquella una época en la que las cigüeñas aun eran aves que migraban. Se trasladaban a África, una vez que terminaba el verano, buscando el calor que en Zamora iba desapareciendo, para regresar otra vez, al año siguiente, con la llegada del buen tiempo.

El cambio climático fue haciendo de las suyas, acortando los periodos de migración, hasta conseguir que las cigüeñas no se moviesen de Zamora durante todo el año. De hecho, mucha gente las fue considerando unas ciudadanas más, a las que solo le faltaba el derecho al voto. La causa de tal asentamiento, además del aumento de la temperatura, por mor del cambio climático, ha venido siendo la facilidad con la que han encontrado comida en los vertederos próximos a la ciudad.

La cigüeña blanca o ciconia es un ave migratoria carnívora de grandes proporciones, no en vano mide más de un metro de altura y goza de una envergadura en las alas de unos dos metros, a pesar de tener una baja masa corporal que no suele pasar de los 3,5 kilos. Tales características permitieron que mi abuela pudiera seguir sus vicisitudes con gran lujo de detalles, sin necesidad de ponerse las lentes de aumento que utilizaba de vez en cuando.

Como espectadora privilegiada pudo verlas y escucharlas en directo mientras "machacaban el ajo", emitiendo aquel sonido de percusión que para algunos podía ser un castañeteo, y para otros el crotoreo propio de esas aves. Según mi abuela, y mucha gente más, ese sonido anticipaba un buen augurio de fertilidad. De hecho, ya lo dijo también Christian Andersen en uno de sus cuentos, en el que dejó claro que eran las cigüeñas quienes entregaban los bebés a los padres.

El cambio climático fue haciendo de las suyas, acortando los periodos de migración, hasta conseguir que las cigüeñas no se moviesen de Zamora durante todo el año. De hecho, mucha gente las fue considerando unas ciudadanas más, a las que solo le faltaba el derecho al voto

También pudo comprobar que era cierto que dormían de pie, apoyadas en una sola pata; aunque se quedó con las ganas de poder diferenciar físicamente al macho de la hembra, debido a que sus formas eran exactamente las mismas. Durante los más de veinte años que suelen vivir estas aves, reparó en que eran monógamas a la hora de emparejarse. Calculó, a su manera, que podían volar a una velocidad aproximada a los 40 kilómetros por hora, y que tenían una autonomía por día de unos 150 kilómetros. Que los huevos eclosionaban a los 33 días de haber sido puestos, y que los rompían los cigoñinos, desde dentro, haciendo uso del diente que tenían en el pico. También comprobó que las crías abandonaban el nido a los 60 días de haber nacido. Y que quien transportaba los materiales para construir los nidos, que llegaban a pesar más de 400 kilos, era el macho, y la que lo construía era la hembra, quedando así repartidos los roles de obrero y arquitecta.

Pero llegó un año en el que el deficiente funcionamiento de una institución de la Diputación Provincial (El Hospicio) que estaba ubicado justo detrás de su casa, a un nivel por encima del tejado, dejó escapar una avalancha de agua, procedente de un depósito que no debía contar ni con conducciones de desagüe, ni con control de rebose. Aquella violenta cascada que duró varios días, hizo que se derrumbara parte del tejado de la casa de mi abuela. Tal circunstancia fue aprovechada por la Diputación para calificar al edificio como ruinoso, diagnóstico del todo falso, ya que los muros de piedra que formaban gran parte de la estructura tenían más de un metro de espesor. Abusando del poder coercitivo que tenían las autoridades, nombradas a dedo por la dictadura o por trampantojos como aquellos de los "tercios", ya fueran sindicales o de otro tipo (entonces no existían elecciones ni a presidente de la comunidad de vecinos) procedieron a derruir la casa. No sin ímprobos esfuerzos, tras varios días de duros trabajos, acabaron con ella, comprobando que aquel edificio había sido construido para no caerse nunca. De hecho, aún hoy se conserva otro edificio similar en la calle del Corral Pintado, si bien este último de menores proporciones.

Miedo, falta de medios, desconocimiento de sus derechos, o una mezcla de ellos. El caso es que mi abuela, que por entonces ya era una venerable anciana se vio en la puñetera calle, obligada a ir a vivir con uno de sus hijos. Si bien, nunca dejó de alimentar la esperanza de poder volver algún día a aquel hogar que tanto le había costado sacar adelante cuando, al quedarse viuda muy joven, tuvo que sacar adelante a sus cuatro hijos.

Resultaron en vano los procederes de sus familiares tratando de inculcarle la idea de que nunca más podría seguir observando el comportamiento de aquellas aves. Porque el viaje de mi abuela no había sido migratorio, como los de sus amigas las cigüeñas, sino sin retorno. Aquello debió conmover a alguien, de manera que los otros edificios de aquella calle, de peores características constructivas y también adosados a la muralla, se salvaron de la piqueta.

Las vecinas del barrio se preocuparon de irle trasladando las novedades de las entrañables aves que formaban parte del vecindario, informándole, para su tranquilidad, que debían quedar en España unas 30.000 parejas, lo que venía a garantizar su supervivencia. Eso le permitió poder sonreír los últimos días de su vida.

"Por San Blas la cigüeña verás, y si no la vieres año de nieves" es un dicho que, al menos en Zamora, lo cojamos por donde lo cojamos, ya no tiene ninguna vigencia, porque las cigüeñas de ahora no tienen nada que ver ni con San Blas, ni con las nieves.

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