Posteridad de Claudio Rodríguez

Su tribu lectora seguimos comprobando la vigencia de tantos y tantos poemas que parecen destinados a despertar solo en su oportunidad histórica

Claudio Rodríguez, junto a Hilario Tundidor

Claudio Rodríguez, junto a Hilario Tundidor / JULIA DOMINGUEZ

Tomás Sánchez Santiago

Tomás Sánchez Santiago

Un año más nos hemos acercamos temblando al aniversario de la muerte del poeta Claudio Rodríguez, que se nos fue un 22 de julio. De todos los testimonios de aquellos días aún recordamos el del profesor García de la Concha cuando llamó al hospital para interesarse. "¡Que voy de vuelo!", le dijo el propio Claudio como para dejar patente, en esa alusión a san Juan de la Cruz, que tenía claro que saldría del mundo de manera inminente. ¿Hacia dónde? Ni él mismo sabía. Pero una vez más el ímpetu vital, ahora en la tierra incógnita del más allá de la muerte, se imponía a cualquier otro sentimiento de aquel hombre que quiso cerrar su obra con un verso lleno de intensidad y a favor de la vida: "Ya no sé qué decir. Me voy alegre". Y se fue…

Pero veinticuatro años después de su fallecimiento, cuando tantos seres afectos a él (Clara, José Ignacio Primo, Philip Silver, Brines) también se han ido ya "de vuelo", nos seguimos preguntando por la vigencia, el peso de la posteridad que nos ha quedado inscrito en sus poemas. La idea de la perduración es misteriosa en la poesía. Y en Claudio eso se cumple con justeza meridiana. Cuando los lectores sostenidos de su obra hablamos entre nosotros, siempre nos pasamos -como una especie de contraseña secreta- algún verso que parecía dormido y de pronto se ha alzado en una pirueta inopinada como una verdad nueva llena de aliento seguro. Es, en efecto, el vuelo inesperado de la gran poesía, no sujeto a dictámenes ni a regulaciones programadas. De pronto, un verso se pone en pie como si una extraña trompetería lo hubiese convocado para hacerse ver justo en ese momento. Hölderlin dejó dicho que "lo que perdura lo fundan los poetas". Si nos atenemos a esa convicción, la poesía de Claudio Rodríguez se mantiene viva y entera en sus fundamentos, que nos hacen creer en una aspiración a la dignidad que aún no ha conseguido la condición humana. ¿Y llegaremos a tiempo aún de salvarnos, como en aquel poema en que el autor zamorano trataba de entrar en el recinto seguro de la ciudad antes de que las puertas se le cerraran y lo dejasen negociando con la intemperie? Ya no lo sabemos. Pero aún nos aferramos con decisión a los versos de quien dijo de sí mismo alguna vez que no tenía que ofrecer más que un puñado de palabras para que "entre lo fascinante y lo tremendo de la vida (…) a lo largo del tiempo los poemas siguientes hablen o callen". Esa era la idea de la posteridad, de la azarosa perduración de su propia poesía para Claudio Rodríguez.

Sigamos leyendo a Claudio Rodríguez veinticuatro años después de su muerte. Sus versos persisten en la inaguantable claridad de lo que al deslumbrar, revela. Aunque todo sea dicho al sesgo, con delicadeza, por quien sabía mejor que nadie que la verdad es tan necesaria como mortal. En tiempos de mendacidad, más que nunca sigues vivo, maestro

¿Y qué ha sucedido? Más allá de esa suerte de despreocupación del poeta por el destino de sus poemas, la tribu lectora de Claudio seguimos comprobando la vigencia de tantos y tantos poemas que parecen destinados a despertar solo en su oportunidad histórica. Por ejemplo, los versos de “Girasol” y los de “Mala puesta”, dos poemas consecutivos. Tras la lectura de ambos seguidos, ¿no parece que queda flotando enmascarada esa certidumbre de que todo exceso, toda hybris (como la que hace claudicar con su peso exagerado al propio girasol, vencido a tierra “por tanto grano, por tan loca empresa”) acaba por sofocar valores colectivos que no se corresponden con esa “campaña soleada de altanería” de la vida individual? Vivimos tiempos autocomplacientes. El mundo termina para muchos en los límites de sus preocupaciones privadas. Nos han atiborrado con ilusiones que tienen que ver con el bienestar, con el disfrute puntual, con la exclusión de lo que no es determinante para nuestras vidas, donde no interesa “ni justicia, ni rebelión ni aurora”, como se lee en el final de “Mala puesta”. Tres palabras expulsadas del pensamiento neoliberal conformista que ahora nos invade. Solo importa el presente engañoso, sin el soporte del bien común. Menos mal que seguimos leyendo a Claudio Rodríguez. Sus poemas avisan y consuelan a la vez. Por eso seguimos adelante, más allá de palabras fláccidas y promesas que no hacen pie porque solo se sustentan en la mentira. La mentira: esa palabra que no cabe en el espacio insobornable del poema.

Sigamos leyendo a Claudio Rodríguez veinticuatro años después de su muerte. Sus versos persisten en la inaguantable claridad de lo que al deslumbrar, revela. Aunque todo sea dicho al sesgo, con delicadeza, por quien sabía mejor que nadie que la verdad es tan necesaria como mortal. En tiempos de mendacidad, más que nunca sigues vivo, maestro.

(*) Vicepresidente del Seminario Permanente Claudio Rodríguez

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