Primeras ficciones

¿Qué sentido tenía escribir para nadie?

Jonathan Pérez

Jonathan Pérez

Fue mi primera amistad digital. La amiga de un amigo. Nos agregamos en Tuenti y nos caímos bien. Al poco de conocernos, le pedí ayuda con los deberes de Lengua. Me ayudó a escribir un cuento. Salía un conejo y un hipopótamo. Tardó cinco minutos en escribirlo y dijo que se lo había pasado bien. Al día siguiente, le abrí chat con la continuación de la historia. Llegamos a un acuerdo: una noche tú, una noche yo.

Empezamos a hablar de lo que nos dolía usando la ficción. Conejos que discutían en casa, que suspendían las matemáticas, que volvían a la madriguera después del primer rechazo amoroso. Los cuentos se fueron haciendo cada vez más largos, con personajes secundarios que se repetían y antihéroes bien definidos. No todo eran angustias y cosas malas. Al hipopótamo también se le cumplían los deseos. Montaba una tienda de ropa, ganaba la lotería, conocía a su actor favorito o hacía paracaidismo.

De niño, me gustaba imaginar solo. Las fregonas despeluchadas bailaban cabaret conmigo, la calleja de las jeringuillas era un pasadizo secreto con humo blanco como el tren de la bruja. De adolescente, me daba miedo seguir siendo niño

De niño, me gustaba imaginar solo. Las fregonas despeluchadas bailaban cabaret conmigo, la calleja de las jeringuillas era un pasadizo secreto con humo blanco como el tren de la bruja. De adolescente, me daba miedo seguir siendo niño. Las fantasías sin nadie a quien contarlas eran fantasías infantiles. Busqué alguien con quien imaginar y encontré a la amiga de Tuenti. Cuando mi amigo coincidía con ella de fiesta, me enviaban selfies y notas de voz. A ver si nos vemos de una vez, le decía luego por el chat, aunque en realidad temía desvirtualizarla. ¿Y si en realidad consideraba nuestros cuentos como idas de olla, bromas medio absurdas? ¿Y si el JAJAJAJA de Tuenti era una exageración y resultaba ser una chica triste y poco habladora?

Un día, la profe de lengua entró en clase con el radio cassette y puso Peter Pan, la canción de El Canto del Loco. La analizó verso por verso. Peter Pan flota en el techo de la habitación con un relámpago azul en la mano. El cantante le pide que se vaya, que es el momento de crecer. La vida tiene sus fases, le dice. Y también: conmigo ya no intentes nada, parece que el amor me calma.

Se lo conté a la amiga de Tuenti.

Me dijo que esa canción le gustaba mucho a su novio. Entendí entonces por qué los fines de semana las historias no duraban más de cinco renglones. Busqué en el chat y no vi ningún capítulo en el que el hipopótamo se enamorase. Se lo eché en cara y me contestó que los cuentos de los animales eran solo cuentos. Y que se lo había pasado muy bien escribiéndolos, pero ya no le apetecía ponerse a inventar un día sí, un día no. Cuando tenga ganas, te enviaré alguno, dijo.

Imaginaba las conversaciones que tendría con el novio y me comía la vergüenza. Los veía riéndose, refiriéndose a mí como un niñato, alguien de doce años con un pañal y un peluche. Dejamos de chatear y se acabó lo de escribir. ¿Qué sentido tenía escribir para nadie?

Ese mismo año, el último día de clase, la vi en puerta de mi instituto. Era más alta que en las fotos. Estaba fumando un cigarro con mi amigo. Le subió el color a los mofletes. A mí también. Dije hola muy rápido, sin acercarme, sin darle dos besos, y entré corriendo a por las notas.

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