Opinión

Políticos frenéticos

La democracia también lleva aparejado el respeto al diferente y hacia los propios seguidores

Ilustración

Ilustración

No piensen los lectores que me refiero a que una gran parte de nuestros políticos se expresan con frenesí, exaltación, pasión y hasta furia. No, aunque también los tenemos. A lo que me estoy refiriendo es a la definición que el novelista Josep Pla da del término aplicado a uno de los personajes de su novela Nocturno de primavera. En ella decía que frenético era un hombre "capaz de crear en cada momento la información suficiente para mantener su delirio en un tono enfebrecido". Leerlo y pensar en los tiempos políticos que corren en España, y en buena parte del mundo, y en quienes, a uno y otro lado de las ideologías, están en primera línea fue casi instantáneo, tanto que puse la cita en mis redes y no tardó mi querido amigo Enrique en mandarme una larga reflexión que se concretaba, y lo cito sin su permiso, en que "no todos son iguales, aunque algunos quieran parecerlo".

Y tiene razón mi buen amigo, porque no es lo mismo subir el salario interprofesional que negar la violencia de género, ni tampoco es lo mismo defender los derechos lgtbiq+ que considerar que quien no sea binario es un enfermo, como no es lo mismo asumir los resultados electorales, incluso con deportividad y alabando la madurez de los votantes, que considerar que cuando no nos son favorables los votantes somos gilipollas en fase terminal. Pues claro que no es lo mismo. El problema es cuando aquellos que representan nuestra ideología o nuestros intereses se comportan como frenéticos a la manera descrita por Pla. Ese es el problema, o al menos mi problema.

Porque lo que me enfada y hasta encabrona son aquellos líderes con los que me puedo sentir identificado que se comportan como los otros y me encabrona mucho más cuando veo la incapacidad de quienes, obnubilados o aborregados, son incapaces de reconocer lo frenético de aquellos a quienes votaron y que, si lo hubieran hecho o dicho los otros, lo considerarían un escándalo digno de prenderlos en la plaza pública.

No es lo mismo asumir los resultados electorales, incluso con deportividad y alabando la madurez de los votantes, que considerar que cuando no nos son favorables los votantes somos gilipollas en fase terminal

A mí no me vale el y tú más, o el con los otros sería peor. Es más, me parece de una pobreza intelectual de miseria, como cualquier simplificación maniquea, por eso exijo a "los míos" que nosotros no hacemos esas cosas, nosotros no tenemos corruptelas, ni césares o cesaresas mesiánicos, ni decimos hoy una cosa y mañana otra. Y aún voy más allá, cuando la Política, así, en mayúsculas, exige vaivenes, también exijo que se expliquen sin considerarnos medio imbéciles y sin que se envuelvan, como el Puyol de la obra de Els Joglars, Ubú president, en banderas ni en banderías.

Evidente que no todos son lo mismo, como lo es que para unos votantes sus representantes son mejores que otros que, a su vez, son los mejores para quienes les votan. Esto es la democracia, que unos estimen que unas medidas políticas y sociales son las más convenientes y otros que serían mejor otras. Pero la democracia también lleva aparejado el respeto al diferente y el respeto hacia los propios seguidores. Y este respeto es el que da autoridad a unos frente a otros, que no poder, porque la autoridad deviene del reconocimiento propio y ajeno de que los comportamientos y las palabras están fundamentadas y en consonancia con lo que representamos. Justamente es esa autoridad la que permite disentir de los oponentes, e incluso recriminar, en tanto y cuanto que ni siquiera con matices su comportamiento pudiese ser similar al nuestro. ¿Pero qué partido político no tiene entre sus filas, y en primera fila, a miembros frenéticos reconocibles?

Siendo lo anterior algo que me parece evidente, me da la sensación que la presencia y actuaciones de este tipo de personaje político no es accidental y que, por tanto, sus palabras y hechos tienen una finalidad premeditada que tengo para mí que se sustancia en dos: desviar la atención de la ciudadanía de las cuestiones importantes y conseguir un aplauso fácil a través del enfrentamiento populista.

Ahora bien, acostumbrar a la ciudadanía a las salidas de pie de banco, el lenguaje montaraz, la insidia, o el insulto y no estar exento de su práctica, más allá de la falta de respeto al particular y al común, supone un peligro para la democracia en la medida en que con ese comportamiento se calienta la calle y se induce a los votantes a decantarse de manera visceral, incluso animalística en ocasiones, obviando toda reflexión y análisis del porqué de su voto, lo que no es de extrañar que pueda acabar instalando en el poder, democráticamente, eso sí, a quienes en realidad quieren acabar con la misma, o, cuanto menos, servirse de ella para sus intereses.

Suscríbete para seguir leyendo