Opinión

Acabó la Semana Santa

Puede que tras estos días haya un efecto purificador y de resucitación

Paraguas a las puertas de San Juan.

Paraguas a las puertas de San Juan. / Natalia Sánchez

Llovió, nevó, hubo pocos claros y muchas lágrimas contemplando las imaginerías por las calles de ciudades y pueblos o por la cancelación de su salida, pero aún resuenan los compases de las bandas de cornetas y tambores que tienen la capacidad de embargar a creyentes y no creyentes. Da igual la fe, su música acoge y sobrecoge a todos en una invitación a la reflexión interior, al reconocimiento personal y en silencio más allá de los pasos, algunos, verdaderas obras de arte, como da buena prueba la imaginería de esta Comunidad de Castilla y León. Quizás por eso me gusta tanto la música de Semana Santa, como me pasa con el canto gregoriano: sus notas trascienden la fe. En este viaje al interior puede que tras estos días haya un efecto purificador y de resucitación, que es lo que corresponde a los creyentes, pero para todos, estas melodías son una forma de enfrentarse y dar sentido al vacío vital.

Todas las culturas han sentido el vértigo al vacío, a la nada, el "horror vacui" de los romanos que ni siquiera tenían el cero en su numeración porque era eso, la nada. Y los cristianos, pese a su creencia en el más allá y la celebración de la reciente Resurrección, abigarraban de figuras los tímpanos de iglesias y catedrales con imágenes religiosas, del zodíaco y hasta de animales zoomórficos o portadores de superstición por aquello del "a Dios rogando y con el mazo dando", para que en nada cupiese el vacío.

El vacío vital, necesariamente interior, no es estar ni solo ni en soledad, sino sentir que nada ha servido para llegar a ninguna parte y, por lo tanto, vista la experiencia, nada habrá que pueda llevar a ningún sitio y mucho menos a lo soñado en las noches de duermevela. Es ese vacío que muerde las entrañas y hasta deja sus dentelladas en la piel, reivindicando mostrarse a nuestros ojos como si no le bastase arrasar el alma y tuviese que asolar también el cuerpo. Es el mismo que se viste como la pena, negra y seca, como los miles de cofrades encapuchados y rematados por su capirote, lo que me lleva al verso de Miguel Hernández "Como el toro he nacido/para el dolor y la pena", como si fuera inevitable, un mantra ante el que solo cabe la resignación y la paciencia, tan de estos días pasados. La Semana Santa tiene mucho de regocijo en el dolor alegre, oxímoron imposible si no lo alivia la fe, o al menos la creencia en que no todo ha de ser dolor sin remedio, sin resurrección, a ser posible sin haber tenido que pasar por el incierto volver del más allá, vaya a ser cierto el verso de Lorca de que "Las cosas que se van no vuelven nunca".

Así que, arropado aún por cornetas y tambores, olor a cera y tenue pisar de pasos, pienso que la sensación de vacío interior es mucho más valiosa de lo que parece, y hasta necesaria de vez en cuando, sobre todo para quienes no estamos dispuestos a quedarnos lamiéndonos las cicatrices de lo pasado como el animal herido que sólo espera la muerte, que esta llegará, y tan callando, como versó Jorge Manrique.

Aunque siempre es indeseado, porque en una sociedad plagada de tecnología y de instantaneidad, de estar siempre conectado y deprisa, de llenar hasta el hartazgo las redes de lo bien que nos sentimos y estamos, de eso que se llama "postureo", como si cada día hubiese que levantarse ya aseado y con el ojo pintado y las arrugas ocultas, hay momentos en los que, pese a tanta exposición cara al público y tanta sonrisa, el vacío interior, en su derrumbe, te obliga a echarte las cuentas, a mirarte en el espejo sin maquillaje e intentar reconocerte más allá de toda aquella existencia que hayas dedicado a los demás, hayan sido agradecidos o no, que en este ajuste de cuentas los demás no cuentan.

Y es aún más valioso por cuanto debajo de cada uno de los escombros interiores se va sintiendo la paz de quien hizo lo que creía que había que hacer cuando había que hacerlo, que no van muy allá las reconstrucciones del pasado con soluciones del presente, menuda tontería, y ello permite abrazarse a parte, solo a parte, del pasado y extender los brazos a todo el futuro, sintiendo que no es un hasta aquí, sino que es un estamos empezando, porque aún no se han repartido las cartas de la mejor partida, aunque quizá tampoco la ganemos.

Entonces llega ese punto en el que uno se siente tan poca cosa que solo es uno mismo y la inmensidad de todo, de su todo, con lo que nada sobra y solo falta si es para compartir, que no es lo mismo que completar, y el vacío, que parecía que había arrumbado con todo cuando hasta por secar nos había secado el alma, se yergue como una especie de depuradora que va distribuyendo a un lado y a otro cada pieza de nuestra experiencia para dejar solo aquellas en las que realmente nos hemos sentido nosotros y nos han hecho tal y como somos y como nos gusta reconocernos. Porque lo importante no es que nos vean de una u otra forma; lo esencial es que nosotros nos reconozcamos y nos gustemos tanto como para, si no hay más remedio, pasear el resto del camino, aunque sea un viacrucis, solos con nuestra sombra sola.

Y si ha de dibujar el camino otra sombra a la par de nuestras pisadas de cofrades de la hermandad del día a día que sea para enredarse con la nuestra, que si no ha de ser así, bien camina el penitente solo con sus pasos solos acompasados por el runrún de sus cadenas.

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