Opinión | El espejo de tinta

Ángel Macías

La bufonada y los bufones

De las huestes sanchistas algunos, los más inteligentes y sensatos, han empezado a desertar

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez / Eduardo Parra - Europa Press

La bufonada de Sánchez, magistral en el engaño si no lo fuera en algo tan serio, zafia e infantiloide analizada a posteriori, nos pone ante el espejo de la política actual. Reflejo de la sociedad en que vivimos. Importa más la apariencia de lo que se transmite que la eficacia de las acciones que se ejecutan. De ahí el éxito de su engaño aunque no sirviera para movilizar a la sociedad, ni siquiera a los más fieles, pese a lo dicho en la aún impostada declaración con la que daba fin al falso retiro espiritual.

Los máximos defensores de los procesos de primarias empiezan a desdecirse. Quizás las primarias han llegado demasiado tarde. A destiempo. ¿Contradictorio? No tanto. La confluencia de los nuevos modos políticos con el imperio de las redes sociales y la prensa digital que requiere titulares cortos, con menos fondo que impacto, da pie a liderazgos basados en la mera imagen, en la empatía conquistada con mensajes elaborados en laboratorio y que, como loros, todos los del rebaño más o menos luego repiten.

El lunes, después de hacer caer el telón de la comedia bufa presidencial, la troupe de sus cargos públicos apareció en escena con un mismo mensaje: "una vez más el presidente ha hecho lo que es bueno para España". ¡Farsantes! La burla de la que todos los españoles fuimos objetivo la sufrieron ellos de primera mano. Cómo puedan seguir confiando y respetando al tahúr es algo que deberían explicar o pensaremos que tan solo respiraron porque volvió el padre cuando se veían huérfanos y, como los seis personajes de la obra de Pirandello, desesperados en busca de autor para no tener que quedarse mudos.

Pero el engaño tiene corto recorrido casi siempre y siempre deja heridas en el camino. De las huestes sanchistas algunos, los más inteligentes y sensatos, periodistas, intelectuales y algún político han empezado a desertar. Salvo al muy tonto, a nadie le gusta que se le ponga en una tesitura dramática para terminar ridiculizado por haber creído el ardid que, por gratuito resulta más incomprensible, ofensivo y doloroso.

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