La búsqueda, o ir tirando

Merece la pena embarcarse en ir a por aquello que sabemos que da sentido a nuestra vida

Una persona coloca las manecillas de un reloj

Una persona coloca las manecillas de un reloj

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

Se acabaron estos días de desearnos felicidad a raudales, de hacernos propósitos de enmienda, regeneración hacia afuera y hacia dentro y de esperanza e ilusión; se acabaron estos días en los que, fuera aparte la salud, como dicen los andaluces, no estaba permitida ni la nostalgia, ni mucho menos la tristeza y, si aparecían, que su presencia no siempre depende de la voluntad de uno, el afectado se acababa sintiendo como un apestado. Había que estar dispuestos a ser felices sin condiciones y sin reparos, como si otro estado fuera una muestra inequívoca de ser un aguafiestas, un malaje, y vuelvo al territorio andalusí, o un Grinch, por hacer una concesión al influjo americano.

Ya está. Se acabaron esos días y ahora estamos en lo que estamos y con los que estamos. En una palabra, que aquí están los mimbres con los que vamos a tener que hacer el cesto de este nuevo año, que, desde luego, si se miran las noticias y los comportamientos públicos, no está para tirar voladores, como tampoco lo estaba hace unos días cuando nos abrazábamos a diestro y siniestro para contagiarle y que nos contagiase una hemorragia de felicidad navideña.

Pues se cortó la hemorragia de golpe como cada año después de haber intentado no atragantarnos con las uvas, doce, que, probablemente, casi nadie ingiera cualquier otra noche. Ni doce ni una. El caso es que ya ha caído el carillón, como los clarines en una corrida de toros, y aquí estamos nosotros, toreros de la vida, dispuestos a lidiar lo que nos haya de venir, porque tampoco habrá otro remedio si queremos seguir vivos para llegar a otro fin de año y repetir el ritual en una especie de día de la marmota interminable.

El tesoro siempre oculto de hallar esos momentos o esas personas que justifican por sí solos nuestra existencia y que cuando nos rondan sentimos que la felicidad nos está abrazando la cintura, encogiendo el corazón e iluminando nuestros ojos. Y quizás esa búsqueda no dé resultado, pero nadie me negará la gloria y la felicidad de los lances del viaje, porque si mientras dura el camino no se es feliz pensando en el hallazgo es más que probable que la llegada sea, sencillamente, humo

Trescientos sesenta y cinco días con sus noches, ojito cuidado con las noches, que no siempre son cobijo del sueño y este año toca bisiesto, se abren ante nosotros, como se nos han abierto tantos otros años y, si la Parca lo permite, que más nos vale, se nos abrirán esperemos que muchos más, o, por los menos, los que consideremos oportuno continuar con nuestra presencia por aquí. El asunto es cómo nos plantamos en esta puerta de toriles que ahora ha descorrido el cerrojo después de la resaca de tanta bondad. Vaya por delante que cada cual lidia como puede, así que no es poca cosa conseguir llegar a final de este año tan recién estrenado.

Ahora bien, dicho lo anterior, y con todos mis respetos, no soy yo muy de ir tirando, quizás porque en la casa de mis padres era una especie de mantra que justificaba todo. Y no les faltaba razón, que habían pasado lo suyo entre una infancia robada por la posguerra y una vejez asaetados sin piedad por la enfermedad, pero en el entremedias siempre me rebelé contra ese ir tirando, ese lo que Dios quiera, el nunca peor y mejor lo que Dios quiera, o qué le vamos a hacer si las cosas vienen así.

Si hasta que acabe este año que aún está desperezándose lo que nos queda es sentarnos en medio del ruedo del día a día como un don Tancredo y agradecer en las próximas Navidades no haber sido arrollados por los unos y los otros me parece bien para quien lo quiera, pero, desde luego, no es mi invitación ni, por supuesto, mi plan para este año niño todavía.

Todos los piratas y corsarios tenían el plano de un tesoro por descubrir en una isla desierta y eso hacía de sus vidas una constante aventura, no solo por acabar encontrando el tesoro, que también, claro, sino por ir sorteando el sinnúmero de lances para alcanzarlo. Y el tesoro escondido no siempre era un cofre con monedas de oro, sino que en muchas más ocasiones eran sencillamente unos ojos que habían vislumbrando en la lontananza, o una silueta de quien parecía sirena, o, simplemente, un lugar en el que al caer la noche cerrar los ojos y sentirse en paz mientras se espera el amanecer sin echar en falta nada ni a nadie.

Y a esto, justamente a esto, sí que invito a quienes hasta aquí hayan leído. Porque navegar, ya que íbamos de piratas y corsarios, o quizás porque andamos entre piratas y demasiados corsarios en lo cotidiano, solo para ir tirando es como vivir solo porque se respira y para seguir respirando y llegar a otras doce uvas para otros trescientos sesenta y cinco días, y sus noches, no se olvide, y así en un serpentín sine die. Por eso, merece la pena, y esta sí es mi invitación y mi plan, embarcarse en la búsqueda de aquello que sabemos que da sentido a nuestra vida, eso que no tiene precio, pero tiene para nosotros un valor tan alto que ni siquiera podemos comprarlo. El tesoro siempre oculto de hallar esos momentos o esas personas que justifican por sí solos nuestra existencia y que cuando nos rondan sentimos que la felicidad nos está abrazando la cintura, encogiendo el corazón e iluminando nuestros ojos. Y quizás esa búsqueda no dé resultado, pero nadie me negará la gloria y la felicidad de los lances del viaje, porque si mientras dura el camino no se es feliz pensando en el hallazgo es más que probable que la llegada sea, sencillamente, humo.

Y lo demás es ir tirando. Pero allá cada cual.

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