In memoriam

Hermenegildo García de Tiedra: un ser humano irrepetible

Puede decirse que Gildo ha sido la auténtica memoria viva de Toro

HERMENEGILDO GARCIA DE TIEDRA

HERMENEGILDO GARCIA DE TIEDRA

Perfecto Andrés Ibáñez

Perfecto Andrés Ibáñez

El viernes 8, superada la centena, falleció en Toro Hermenegildo García de Tiedra, Gildo para tantísimos amigos. Un ser humano dotado de una personalidad asombrosa por lo poliédrica y por su inusual riqueza.

Primero, como agricultor. Él y su hermano Francisco (muerto hace casi treinta años), a partir de una modestísima heredad, a base de trabajo bien hecho y de admirable inteligencia técnica, construyeron una explotación ejemplar en su modernidad y rendimiento. Después, por su curiosidad intelectual. Esta hizo de él un hombre culto, de una cultura abierta y plural, que iba de la arqueología a la historia, pasando por la literatura y todo lo relacionado con la naturaleza. También, por su calidad de ciudadano solidario, siempre preocupado por los asuntos y los problemas del entorno, vividos como propios.

Pero, entre sus distintos perfiles, hay uno, en especial, que merece ser destacado. Hablo de la condición de toresano militante, por la forma tan intensa y tan rica como sintió, vivió, conoció y dio a conocer todo lo relacionado con su pueblo. Es por lo que, creo, puede decirse que Gildo ha sido la auténtica memoria viva de Toro. Sabedor de todo lo relacionado con su riquísima tradición frutícola, con el mundo de los arrieros, y, en particular, con su viñedo y con su vino. Y, esto último, en las distintas vertientes, pues, no solo lo elaboró, disfrutó e hizo disfrutar durante muchos años, también lo estudió a fondo.

Además, fue extremadamente generoso en la manera de compartir sus conocimientos. Estos, hoy andan por ahí, acogidos en tesis doctorales y trabajos de estudiosos que se acercaron a él en busca de información sobre el habla, las técnicas de cultivo, las costumbres del lugar…

Recordaba a un buen maestro que, siendo niño, en la escuela, invitaba a los alumnos a leer hasta los papeles tirados en la calle. Lo siguió al pie de la letra, pues leía, incluso, cuando iba a trabajar a La Vega montado en el borrico, aprovechando que este conocía bien el camino. También me consta que, para eludir la vigilancia paterna (que lo quería solo centrado en sus labores), portaba el libro oculto en las alforjas, entre el pienso. Y sé que leyó más de uno a la luz de la luna llena, a la intemperie, cuando debía pernoctar en el campo

Pero creo que, más allá de estas consideraciones, nada como alguna anécdota puede dar expresiva cuenta de lo que digo. Gildo recordaba a un buen maestro que, siendo niño, en la escuela, invitaba a los alumnos a leer hasta los papeles tirados en la calle. Lo siguió al pie de la letra, pues leía, incluso, cuando iba a trabajar a La Vega montado en el borrico, aprovechando que este conocía bien el camino. También me consta que, para eludir la vigilancia paterna (que lo quería solo centrado en sus labores), portaba el libro oculto en las alforjas, entre el pienso. Y sé que leyó más de uno a la luz de la luna llena, a la intemperie, cuando debía pernoctar en el campo.

En los años 50, durante el invierno, en la cocina, al tenue calor del primer fuego de la lumbre baja, envuelto en una manta, estudió inglés, siguiendo un curso de iniciación que la BBC difundía a las 7 de la mañana. Esto le permitió entrar en contacto con un joven londinense, que se anunciaba en el ABC como interesado en practicar el castellano, ofreciendo su trabajo a cambio del alojamiento. Fue, quizá, el primer extranjero llegado a Toro en aquella época. Un hecho extraño, que despertaría las sospechas de la Guardia Civil. David Pittman, hijo de un miembro de la Cámara de los Comunes, quedó marcado por esta experiencia. Y, cuando, movido por el recuerdo inolvidable de aquellos días, bastantes lustros después, viajó de nuevo al encuentro de sus anfitriones, era magistrado de un alto tribunal.

Durante años, Gildo colaboró con Virgilio Sevillano —diplomático jubilado y gran arqueólogo, afincado en la campiña toresana— en la búsqueda y la exploración de yacimientos, de los que abundan en la zona. Y creo que, en el manejo del arado, estaba tan pendiente de mantener la recta de los surcos como de la tierra removida por la reja, entre la que bien podía aparecer algún fragmento de cerámica romana.

Recuerdo, a principios de los 80, una cena que siguió a la conferencia en Toro del medievalista de la Universidad de Valladolid, Julio Valdeón. Este conversaba con Gildo de algún asunto de su especialidad, cuando, sorprendido por la calidad de sus conocimientos, aprovechando el momento en que él hablaba con otra persona, inquirió intrigado: "Pero ¿a qué se dedica?". No hallé mejor respuesta que: "Míra sus manos". Y lo que vio no hizo más que incrementar su asombro.

Nicola Torhnton, tan amiga como profunda admiradora de Gildo, no hace mucho, tuvo la bella idea de rendirle homenaje elaborando un gran vino con su nombre: "El alma de Gildo". Este, que, entonces ya vivía recluido en su mundo, aunque haciendo simpáticas incursiones en este, al recibir la noticia, apostilló: "¡Ahora solo falta que se lo beban todo y me dejen también sin ella!".

Bromeaba, porque, es obvio, Gildo no había olvidado que el alma nunca podría ser objeto de consumo y, menos aún, "bebible". Pero no andaba del todo descaminado. En efecto, pues tomado el término en sentido coloquial, como ese algo determinante del modo de ser persona, que hace a cada quien distinto de los demás, es claro que el alma del buen Gildo se ha prodigado, reflejándose con generosidad en muchísima gente a la que quiso y por la que se hizo querer. Por eso continúa entre nosotros.

(*) Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Fue Juez de Primera Instancia e Instrucción en Toro (1974-1981)

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