Las vidas de un hombre bueno

Pienso en Jesús, mi padre, fallecido hace unos meses, de manera repentina, con noventa años

Un hombre sujeta con la mano un bastón

Un hombre sujeta con la mano un bastón

Manuel Mostaza

Manuel Mostaza

En hebreo, la palabra vida, ("jaim"), es un plural, no existe en singular. Para el mundo judío, sostiene Delphine Horvilleur, "cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas, sino trenzadas, como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia".... Quizá por eso, las vidas de una persona tienen mucho de explicativa para entender los cambios que se han ido produciendo en la sociedad en la que le tocó vivir. Para comprender cómo las decisiones que uno toma acarrean consecuencias que sufrirán otros a los que quizá no llegó a conocer.

Pienso en Jesús, mi padre, fallecido hace unos meses, de manera repentina, con noventa años. Nació en Sanabria en un mundo que había dejado de existir mucho antes de su muerte: llegó a la vida en el seno periférico de una España mayoritariamente rural y católica que se fue vaciando mientras se iba secularizando con el paso de los años. Vivió una guerra de niño y sufrió la postguerra, incluso la suave postguerra de las zonas rurales, donde el autoconsumo mitigó el hambre que se sufrió aquellos años en las ciudades. Aprendió sus primeras letras en la escuela y luego tuvo caminatas hacia Otero, a más de diez quilómetros, para seguir aprendiendo, siendo apenas un niño. Fue un hijo de su tiempo y sin entender sus circunstancias no se puede comprender su vida: su madre no fue inscrita al nacer en el Registro Civil, como era habitual con muchas mujeres a principios de siglo; uno de sus tíos fue asesinado en el idílico Madrid republicano de 1936 y uno de sus hermanos, el pequeño Isidrín, falleció siendo un niño a principios de los años cincuenta. Con poco más de veinte años mi padre emigró. Se hubiera quedado, adoraba su pueblo y su tierra, pero no veía futuro aquí; en el fondo no lo hizo por él, lo hizo por unos hijos que aún tardarían años en llegar. Así que se fue, primero a Baracaldo, guiado por unos parientes de Avedillo, y allí conoció la hipocresía del nacional-carlismo vencedor de la guerra, que llamaba coreanos a los que iban a trabajar en la naciente industria pesada vasca. De allí, y previa pasada por un servicio militar -aquellas fueron mis primeras vacaciones, nos contaba cuando pasábamos por Medina en los viajes al pueblo- recaló en Madrid. Aquí estaban varios de sus tíos, así que fue de nuevo la red informal de los de su tierra la que le permitió ubicarse en un destino desconocido.

Sabía de dónde venía y sabía que no había podido estudiar, así que siempre nos remarcó a sus hijos el valor del esfuerzo para salir adelante en la vida, y lo importante que era tener una buena formación: «os ganaréis el pan con menos sudor que yo» nos decía con orgullo cuando nos vio llegar a la universidad. Provenía de una cultura en el que el conocimiento y la letra escrita han sido siempre reverenciados; frente al estúpido cinismo de la postmodernidad, no hay mejor herramienta para el ascenso social que el aprendizaje, y por eso en casa nunca faltó dinero para cualquier libro

El Madrid de los años cincuenta era una ciudad en crecimiento, terminada la reconstrucción de la postguerra. Y el sector del taxi, como ocurre en todos los países, era un sector para inmigrantes, en este caso interiores, gente que abandonaba el campo en busca de una vida mejor. Leí por algún sitio que en los años sesenta más o menos dos tercios de los taxis estaban vinculados a las provincias que hoy forman Castilla y León. Y de ellos, los mayoritarios eran los zamoranos. Trabajó mucho, y la vida le sonrió, como a muchos de sus paisanos y amigos que hicieron un viaje similar. Fundó una familia: otro punto esencial en la vida de un hombre que, a partir de los cuarenta años, vivió solo para los suyos, sin importarle demasiado ni el brillo social ni profesional. Sabía de dónde venía y sabía que no había podido estudiar, así que siempre nos remarcó a sus hijos el valor del esfuerzo para salir adelante en la vida, y lo importante que era tener una buena formación: "os ganaréis el pan con menos sudor que yo" nos decía con orgullo cuando nos vio llegar a la universidad.

Provenía de una cultura en el que el conocimiento y la letra escrita han sido siempre reverenciados; frente al estúpido cinismo de la postmodernidad, no hay mejor herramienta para el ascenso social que el aprendizaje, y por eso en casa nunca faltó dinero para cualquier libro. Tenía razón Lauru Anta, el mi maestro, cuando nos insistía en la importancia de la cultura judía en esta periferia que nos hizo a todos y durante siglos emboscados e irredentos. Envejeció con dignidad y vivió de jubilado quizá los mejores años de su vida, nómada antes que los digitales, con el año repartido casi a tercios entre el mediterráneo, su querido Madrid y su amada Santa Colomba.

Su lealtad a su tierra, una tierra en la que vivió apenas una quinta parte de su vida, pero a la que siempre estuvo ligado en lo emocional, nos ha enseñado muchas cosas a los suyos. La importancia de la comunidad, desde luego, en este mundo cada vez más individualista y pasado de vueltas; pero también la importancia de no dar la espalda al pasado y de comprender de dónde venimos. Mi padre fue muchas cosas en sus vidas, y son muchas las identidades (marido, padre, abuelo, amigos…) que se han ido con él, no sólo porque un anciano que muere es una biblioteca que arde, también porque se va con la gente como él la memoria de una cultura -aquella España rural- que apenas ha dejado testimonio escrito: en breve no sabremos cómo se llamaban muchos de los prados o de los comunales del pueblo, y perder la capacidad de nombrar es empezar a morir como comunidad.

Para el filósofo australiano Roman Krznaric es importante que nos comportemos como "buenos antepasados" en relación con los que vienen detrás de nosotros. Creo que ninguno de los descendientes de mi padre tendrá nunca queja sobre él… En este sentido, pensando en él, pero no sólo, sino también en muchos de los suyos, recuerdo desde el día de su muerte aquel poema que escribió el poeta inglés Stephen Spender y que comenzaba con unos versos memorables "I think continually / of those who were truly great". (Pienso todo el tiempo / en aquellos que de verdad fueron grandes). Y tampoco cerrar este homenaje sin darle la razón a uno de los libros más sugerentes de la Biblia, el Eclesiástico, que nos aconseja "No llames feliz a nadie antes de su muerte; cuando le llegue el fin, se sabrá cómo era" (Eclo 11, 18). Repaso la vida de mi padre y veo éxito por todos los lados una vida plena construida sobre la honradez, el amor y la familia.

Gran lector toda su vida, uno de mis placeres era no solo dejarle el periódico, como hacía él conmigo cuando yo era pequeño, sino también suministrarle novelas y ensayos para que mantuviera en orden su cabeza hasta el final, como así fue. Cierro este capítulo con una reflexión que quizá nunca leyó, pero que me viene a la cabeza cuando apago el ordenador en nuestra casa del Barrio La Iglesia, hoy que es el día grande de la fiesta de su pueblo, un pueblo que siempre ha sido el mío y ahora es también el de mi mujer y el de mis hijos. Un párrafo del escritor húngaro Sándor Márai a propósito de un mundo que se ha ido y que echo de menos cuando paseo cada tarde por la mi Sanabria: "Fueron una excelente generación, pensó el general, mirando los retratos de los parientes, amigos y compañeros de su padre. Fueron una excelente generación, pensó el general: hombres un tanto solitarios que no lograban fundirse con el mundo; eran orgullosos, creían en cosas, en el honor, en las cualidades de los hombres, en la discreción, en la soledad y en la palabra dada".

(*) Sociólogo y politólogo

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