Saludos, gran lago

Quienes lo idolatramos nunca habíamos dejado de creer en su magia

Lago de Sanabria

Lago de Sanabria / Archivo LOZ

María Teresa del Estal López

María Teresa del Estal López

¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?

Allá por los años noventa (no recuerdo muy bien su altura en el decenario) fuimos hasta el balneario de Bouzas a tomar una coca cola. En el bar nos atendió un chico demasiado joven para tener que ser el dueño. El tiempo se había parado en su mirada y la carga de llevar aquel mastodóntico negocio le hacía sonreír con una cordial, aunque triste cortesía. Después de disfrutar en el paredón exterior de la consumición procedimos a dejar las botellas en un apartado para realizar el maravilloso paseo entre los robles por la orilla del lago, disfrutando del azul oscuro que aquel día nos ofrecía el nublado para sin querer, en un misterioso descuido, barruntarse la oscuridad de un negro fondo que en aquel lugar alcanzaba lo más profundo.

Enseguida el hedor de las aguas "cheironas" nos hizo darnos cuenta de haber alcanzado el punto clave de nuestro paseo. Se trataba de un tesoro que en su día disfrutaron los ilustres huéspedes y algunos aldeanos, quienes bajaban a tomar las aguas para curarse la piel así como eliminar algún obstáculo que incómodo se alojaba en las vías urinarias. En mi caso, como mi padre me enseñó, me froté las manos y la cara. A pesar del hedor a azufre este siempre enseguida desaparecía y se acariciaba una suavidad nunca alcanzada por carísimo empeño cosmético. Con aquel recomienzo propiciado por sagrado ritual retornamos para devolver los envases despidiéndonos en la barra de José Luis.

Pasó algo de tiempo y el destino nos hizo ser compañeros de profesión. Enseguida compartimos nuestra pasión por el gran lago. Él como proyecto de vida y empresa de su familia, yo como descendiente de aquellos que desde lo alto descubrían todos los días los matices de su inmensidad.

Organizamos un sinfín de actividades en pro del desarrollo cultural de nuestra comarca y nos enorgullecíamos de esta amplitud de miras. Ahora en esta ocasión tuvimos el enorme placer de contactar con Michel.

En Ribadelago Viejo sus paisanos me hablaron con una gran cordialidad de Michel-Henry Bouchet cuando se acercaron a otear el cartel que yo estaba colocando de la presentación de su libro "Noches blancas de Valdelago" en el tablón de anuncios del pueblo

"¿Miguel el francés? Si aquí justo, aquí detrás tiene su casa".

En Ribadelago Viejo sus paisanos me hablaron con una gran cordialidad de Michel-Henry Bouchet cuando se acercaron a otear el cartel que yo estaba colocando de la presentación de su libro "Noches blancas de Valdelago" en el tablón de anuncios del pueblo, donde cortésmente evité tapar el folio con la descripción pormenorizada y honrada de los gastos e ingresos de los festejos de San Juan.

Encandilada por aquel afecto al que en su día fue un foráneo enamorado del lugar y que supo integrarse en la comunidad, recordé apesadumbrada la opinión de una visitante gallega a la cual el lago y su entorno le había decepcionado. Sorprendida, le pregunté por la razón o razones de aquella afirmación. En primer lugar me habló de su procedencia de la comarca de la marina lucense (aunque “mar interior” desproporcionada equiparación) y en segundo lugar su percepción de este entorno abrumadoramente venerado me hizo pestañear creo que cuatro veces; “"Solo había agua y bosque".

Intentando que esta falta de empatía, respetable como en cualquier acumulación de sentencias, no me desviase del fin publicitario de mi jornada (distribuir la cartelería de la primera conferencia del verano cultural dAl ayuntamiento de Puebla de Sanabria) emprendí viaje al monasterio de San Martín. Allí se custodia la memoria de otro Miguel. Vasco, existencialista y tozudamente pasional. Tomé la novela San Manuel Bueno Mártir y volví a buscar el magistral pasaje de Unamuno que encabeza este escrito. De nuevo me volví a ruborizar al reconocer miserablemente que no había leído las desventuras de Valverde de Lucerna, aquella adaptación del castigo divino que trajeron los cistercienses.

La primera vez que lo hice ante la persona que me descubrió esta maravillosa prosa pensé que aquella reacción infantil no se debería volver a repetir. Pero de nuevo pasó y para cerciorarme tal cual desconfiada montañesa, saqué un espejo de mano. Y, "voilá", hasta el final habítame siempre. Fue aquel rubor de niña grande el que me dio la razón espontánea de aquellos que idolatramos al gran lago, nunca habíamos dejado de creer en su magia.

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