Quioscos, farolas y recuerdos

Desconozco la razón concreta el cierre, aunque creo que nadie accedió a coger el traspaso

Quiosco de la Farola

Quiosco de la Farola / NICO RODRIGUEZ

Mario Crespo

Mario Crespo

Caminábamos mi hijo y yo de la mano por la Plaza de la Marina cuando me pidió que le comprara un sobre de cromos de la Liga en el quiosco. Pero al doblar la esquina nos encontramos con que el mítico quiosco de la Farola estaba cerrado. Pensé que sería algo temporal, que quizá ese día no lo habían abierto o que lo estaban reformando. Pensé muchas cosas excepto en la posibilidad de un cierre definitivo. No me parecía posible que desapareciera algo que siempre había existido, algo que, para mí, en mi mente y mi memoria, era infinito. De modo que nos introdujimos en el portal donde se encontraba para comprobar por nosotros mismos que allí ya no había más que vacío y silencio, que los paneles que funcionaban a modo de estanterías para exponer las revistas y fascículos habían sido arrancados, condenados por el tiempo, por los teléfonos móviles y las aplicaciones, por las nuevas tecnologías. Y que, con su desmantelamiento, se acababa definitivamente una época, la de una Zamora idealizada en mi recuerdo, con un San Torcuato lleno de comercios y una Santa Clara sin franquicias.

No me parecía posible que desapareciera algo que siempre había existido, algo que, para mí, en mi mente y mi memoria, era infinito

Regresemos a aquel momento: Zamora. Años 80. Camino de la mano de mi padre por la Avenida Príncipe de Asturias a la altura de la discoteca Caballo Negro. Un poco más adelante, pasamos junto a la Solana y el Bar Benito. Motos de gran cilindrada aparcadas donde hoy hay una parada de taxis. Por entonces, el párking subterráneo aún no existía. La ordenación urbana de la plaza era distinta; el paseo peatonal era una calzada de doble sentido, la fuente era circular y poseía una iluminación de colores. Torcemos la esquina y mi padre compra los periódicos —uno local, uno nacional y un tercero deportivo— en el quiosco de la Farola. Le pido que me regale un sobre de cromos de la Liga. El Logroñés en Primera División. Cruzamos Alfonso IX y dejamos atrás el Banesto. Alcanzamos el Pasaje de Olmedo, que se abre bajo el edificio de viviendas del gran arquitecto Alejandro de la Sota. Más adelante el Dolfos, Caja Salamanca y Soria, una máquina expendedora de gominolas, la escultura de Coomonte en la Plaza de Hacienda y el pasadizo comercial que conduce al cine Arias Gonzalo, con Indiana Jones en la cartelera de un ciclo de cine infantil patrocinado por Caja Zamora; las matinales con los compañeros de clase, gritos en la oscuridad cuando había persecuciones o besos. Por entonces se aplaudía en las salas. Como en los aviones al aterrizar. Pero yo no viajaba en avión. Apenas salía de Zamora. Era mi mundo, mi microcosmos, mi universo. Y el quiosco una de sus estrellas.

Una estrella que ahora se ha apagado. Desconozco la razón concreta, aunque creo que nadie accedió a coger el traspaso. Algo que manifiesta la realidad de una nueva era; la de la prensa digital y las colecciones virtuales; la de las publicaciones seriadas en páginas web, la del declive de los fascículos. Una mutación que, sin embargo, no significa que todos los quioscos vayan a desaparecer, ni que aquella época fuera mejor que esta o que hubiera en ella un mayor bienestar o más derechos sociales, pero sí me sirve como símbolo, y metáfora, para rememorar una ciudad perdida. Tal vez más descuidada y provinciana, con menos turismo y peores infraestructuras, pero también más auténtica y localista, con escasas franquicias y más comercios de proximidad, con más presente y el mismo futuro, con el reflejo del Duero sobre un papel sepia que ahora se imprime en color a través del tren de alta velocidad y las visitas de los emigrantes de la diáspora. Un grupo cada vez más numeroso cuyos integrantes ya no podemos comprar sobres de cromos para nuestros hijos —nacidos ya fuera de la provincia— en el quiosco de la Farola.

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