Caín, qué has hecho con tu hermana

La igualdad real se basa en el axioma de dar según las posibilidades y recibir en función de las necesidades

Ilustración

Ilustración

Bárbara Palmero

Bárbara Palmero

CLos apologetas del liberalismo tienen una palabra maldita que no pronuncian nunca. Una palabra que les mete tanto miedo en el cuerpo como oír hablar de regular el sector alimentario. Y eso que, gracias a la PAC, el precio de los alimentos está ya más intervenido a la baja que el salario de los funcionarios públicos. Esa palabra es kibutz.

Para quien no lo sepa, un kibutz es una granja comunal.

Además, es sinónimo de igualdad plena. Allí no hay diferencias entre hombres y mujeres, ateos y creyentes o heteropatriarcales y toda la infinita gama de opciones que existen hoy día en el mundo del amor. Porque el médico tiene la misma obligación de limpiar letrinas, cavar olivos o patrullar un perímetro de seguridad que el peluquero y el maestro.

Y de socialismo. Pero no de este socialismo desnortado y sin mensaje que aburre hasta a las berzas. Este socialismo de marca blanca que se opone a nacionalizar el sector primario, para que sea el Estado quien pague a pastores y labradores un precio sensato por sus productos, y se encargue después de venderlos al consumidor a un precio asequible en una red de economatos y mercados públicos.

Un precio sensato y fijado por ley. Para que, de este modo, y como sucede ahora, las grandes superficies comerciales no puedan hacer caja, haciendo un uso indiscriminado de la rebaja interesada de un producto básico, la leche, por ejemplo, usándolo de cebo para atraer clientes.

Si no hay suficientes mujeres en política, que los académicos estudien los motivos y busquen soluciones sujetas a lógica. Tampoco hay mujeres en los pueblos, porque la mujer es la primera en abandonar el mundo rural camino de la emigración

Porque es obligación del Estado, y no de Cáritas, ni de los comedores sociales o el Banco de Alimentos, legislar para que el pueblo español tenga siempre acceso a los alimentos saludables, sabrosos y nutritivos que se producen en suelo español, por un precio razonable.

Siempre, porque como decía mi abuelo, el hambre es lo último.

Por este motivo, y por otros menos mundanos y más idealistas, nace el sistema de kibutz en Israel. El primero se funda allá por 1909, cuando un grupo de jóvenes con fuertes convicciones, un azadón en una mano, un libro en la otra y el fusil de asalto a la espalda, compran un pedazo de tierra y comienzan a trabajar duro para ponerla a producir.

Todos por igual, y sin distinciones de ninguna clase, a excepción de las características físicas y mentales con las que la biología ha dotado a cada uno. De ahí la importancia de recalcar que, o la igualdad se basa en el viejo axioma de dar en función de las posibilidades de cada uno y recibir según las necesidades que se tengan, o nunca será una igualdad real.

El kibutz es una sociedad en miniatura, en la que prima lo que debería primar en nuestra deshumanizada sociedad: el apoyo mutuo para alcanzar un fin común, y que los beneficios obtenidos reviertan en el conjunto. Una sociedad a pequeña escala en la que hombres y mujeres son valorados por la labor que realizan, y no en función de su genitalidad.

Pero lo más fascinante del kibutz, no es que el modelo haya sobrevivido. Si no, que lo haya hecho en un mundo tan hipócrita y falso como el actual; un mundo tan superficial y carente de conceptos primordiales. Un mundo en el que nadie se marca un objetivo que alcanzar en la vida, salvo el monetario. Un mundo con escasez de aquellos que se imponen unos principios inquebrantables que mantener, y un fin por el que merece la pena luchar.

Cuando los apologetas del liberalismo pierden tanto tiempo intentando ridiculizar a quienes atesoran una ideología sin fisuras y unas firmes creencias, algo que su maquinaria capitalista todavía no ha conseguido fabricar en serie ni producir con sus impresoras 4D, piensa mal y acertarás.

El liberalismo no es una ideología ni un credo, sólo es un sistema económico.

Y aquello que más odia quien no tiene filosofía de vida, código de valores o fe, es a quien se enorgullece de poseerlos y los defiende a cara de perro. Otra precisión: tener ideología no va de ser un vegano antiespecista. Ni tampoco va de defender un feminismo fulero, que estima que a los depredadores sexuales se les cura con un cursillo contra el maltrato, y no con un retiro de por vida en una habitación acolchada, con una dieta a base de antipsicóticos.

La ideología es como la fe, se tiene o no se tiene. No se puede comprar en Amazon, ni vender de segunda mano.

Un hecho que conocen bien los miembros del kibutz es que la mujer es un hermano más en la comunidad. Es la inestimable compañera de fatigas, y una excelente contrincante en el ejercicio dialéctico de después del duro trabajo. Es el hombro sobre el que llorar, y la espalda amiga que protege nuestra espalda ante cualquier amenaza. Es el hoy por ti mañana por mí.

La mujer es igual de valiosa que el hombre. No es una posesión, ni un elemento pasivo a quien engatusar, someter o utilizar. No se la puede forzar sexualmente, ni obligarla a ser madre. ¡Y mucho menos asesinarla!

Como tampoco se le debería imponer una participación obligada en unas listas de cara a las futuras elecciones. Si no hay suficientes mujeres en política, que los académicos estudien los motivos y busquen soluciones sujetas a lógica. Tampoco hay mujeres en los pueblos, porque la mujer es la primera en abandonar el mundo rural camino de la emigración. ¿Qué será lo siguiente, una ruralidad cremallera?

No se puede obligar a alguien a leer La Biblia o El Apoyo Mutuo de Kropotkin. Quien se decida a ello, debe hacerlo movido por un acto voluntario, por el deseo de aspirar a ser mejor persona. Y cuando se sepa apreciar la sobria sencillez de ese lenguaje del que emana tamaña sabiduría, sin duda uno se planteará la misma pregunta que formuló Yahvé en Génesis 4:9-16: Caín, qué has hecho con tu hermana.

Suscríbete para seguir leyendo