La banalización de las palabras

Estamos lanzando demasiadas a destiempo, de manera interesada y vaciadas de su contenido

INSULTO

INSULTO / PABLO GARCIA

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

A Beatriz y Perfecto, por tantas conversaciones no banales.

En 1918 la editorial Renacimiento publicaba el libro Eternidades, de Juan Ramón Jiménez, donde aparecía el poema “Intelijencia”, cuyos primeros versos eran un grito en busca de la palabra adecuada para expresar el mundo interior y exterior. “¡Intelijencia, dame/el nombre exacto de las cosas!” clamaba el poeta que durante toda su vida fue revisando lo escrito y cambiando palabras e incluso los últimos años de su vida pasó a prosa poética algunos de sus poemas anteriores, todo ello en esa infatigable y casi trágica búsqueda del término preciso para cada instante y cada sensación.

Desde luego que en los últimos años estamos asistiendo a todo lo contrario, especialmente en el ámbito político, pero también en el más doméstico de nuestro día a día. Nuestros representantes se zahieren con palabras como comunista, fascista, machista, golpista y hasta asesino, lanzadas como látigos que restallan en el hemiciclo de las Cortes, ni más ni menos, o ante el primer micrófono que se les pone por delante. Y lo hacen con la tranquilidad de los inconscientes e incultos, como si estuviesen opinando en la barra de un bar donde solo unos cuantos parroquianos les escuchasen. Pero resulta que sus palabras llenan titulares, abren informativos televisivos y plagan las tertulias radiotelevisivas, porque, por extraño que parezca, y hasta insultante para la inteligencia, estas salidas de pata de banco son atractivas para los medios de comunicación y para los ciudadanos, o viceversa, pero el caso es que lo son.

Más allá del bombo que se les dé a estas expresiones, la realidad es que demuestran la estulticia de quienes las pronuncian, cuando no rayan en el delito sin más. Comunista, fascista o machista contienen en su definición una profundidad que desconocen quienes las lanzan contra los enemigos políticos, porque en esas estamos, en enemigos, que no adversarios, y mucho menos contendientes, y probablemente también la desconocen aquellos a las que se les dirigen. Y esto es grave. Pero mucho más lo son términos como golpista o asesino, porque quien lanza esto como quien le dice tonto a un amigo ignora que está en el delito sin más. Si alguien sabe de otro que está preparando un golpe de Estado, ni más ni menos, o que es un asesino, ni más ni más, una de dos: o está delinquiendo por acusar falsamente a otro, o lo está por no correr raudo y veloz al primer juzgado, comisaría o cuartelillo de la Benemérita para denunciar semejante atrocidad. Claro que el receptor debiera hacer lo mismo. Pero ni se le ha pasado por la cabeza, que no es lo mismo que cerebro.

Se ha normalizado tanto el utilizar semejantes expresiones como a finales del siglo XV se normalizó el hi de puta como forma de saludo entre rufianes y que hoy, para que sea un agravio, hay que decirlo a cara de perro

Se ha normalizado tanto el utilizar semejantes expresiones como a finales del siglo XV se normalizó el hi de puta como forma de saludo entre rufianes y que hoy, para que sea un agravio, hay que decirlo a cara de perro, porque si no sirve hasta para agasajar a alguien especialmente exitosos o gracioso. Sin embargo, ese uso grueso de las palabras tiene mucha más transcendencia de la que quienes las ponen en circulación creen. Porque, por un lado, su cotidianeidad hace que cuando en realidad nos encontremos ante quienes representen en verdad la profundidad de esos términos o no nos demos cuenta, o los despachemos con un tampoco es para tanto y no nos enteremos de la gravedad real. Pero, por otro lado, y este mucho más inminente y peligroso, esas palabras calan en la sociedad y la fraccionan, porque con igual frivolidad se lanzan en cualquier conversación entre amigos, o familiares y eso se convierte en tragedia y esa se vivió hace 87 años, y parece que los unos y los otros quieren volver a repetirla.

Sea por influjo de nuestros políticos, o sea porque en nuestro ámbito doméstico también lo hacemos y se lo hemos contagiado, el caso es que no andamos atrás en el uso de expresiones gruesas. Un día de perros se transforma en estar en depresión; el nerviosismo ante un examen o una entrevista se traduce en ansiedad; no caer bien en bullyng y hasta el término amigo se banaliza en redes como Faceboock, Instragram habla de seguidores, que parece más prudente, donde nos encontramos con que tenemos casi miles. En un país donde uno de cada cinco ciudadanos consume pastillas para dormir, un tercio toma medicamentos para llevar sencillamente el día adelante, o donde ocupamos los primeros puestos de bullyng, banalizar este término por un simple incidente, o la ansiedad por una situación de tensión, o la angustia por un mal día es una indecencia y, además, un peligro, porque lo mismo cuando estemos ante una situación de semejante calado la despachamos con una palmadita en el hombro y un ya pasará y no nos enteramos de la misa la media.

Y de los amigos en Faceboock mejor no hablar, que a ver quién es capaz de dedicar media hora al menos a esos mil amigos y, mejor no probar, a ver cuántos tienen la valentía de poner en su cuenta que a las cinco de la tarde necesitan un jodido café, uno solo, en un sitio determinado porque se siente más solo que la una en el reloj de un campanario de la España vaciada.

“Más vale una palabra a tiempo que cien a destiempo” escribió Miguel de Cervantes. El problema es que estamos lanzando demasiadas a destiempo, de manera interesada y vaciadas de su contenido y quizás nos quedemos sin palabras a tiempo.

Suscríbete para seguir leyendo