La concesión del premio Princesa de Asturias de las Artes a dos compositores de banda sonora para el cine, me dice que su popularidad ha sido reconocida como parte del mérito del prestigioso galardón. No siempre popularidad es sinónimo de calidad, ni esta última alcanza el éxito que merece. Lo cierto es que, en el caso de los músicos mencionados, nos alegramos por haber tenido muchos de nosotros las piezas de esos genios como banda sonora de señalados momentos de la vida. Los dos tienen una obra numerosa en producción y éxito apabullante, aunque no sólo para la gran pantalla. Sin embargo, el cine sin ellos sería mucho menos que cine. De hecho su cartelera musical se hace presente en nuestra casa o en medio de la calle con sólo recordar melodías de tanta carga narrativa, como si fueran poemas sinfónicos. Esas músicas para acompañar la trama le han ganado la partida a la imagen. A la postre recordaremos la película por el reclamo sonoro que nos impactó. Piensen en "Star Wars" y verán que no pueden abstraerse de la banda sonora musical, pues casi sería como contemplar la cinta de una película muda. Y si no han olvidado la "Lista de Schindler" en buena parte de debe a que el dolor ajeno nos llegó más hondo si cabe con el sollozo musical que la banda sonora interpreta con el tormento y la desdicha de seres inocentes conducidos al matadero. ¿Y qué decir de "ET"? Yo no sabría explicar qué elevaba la bicicleta, el poder del pequeño extraterrestre o la fuerza ascendente de la música. Todo ello se lo debemos a John Williams, el compositor más laureado de la historia del cine.

Ahora me permito tomar, como melodía de fondo del artículo, si es que estas letras mal juntadas lo merecen, la música de Ennio Morricone, que es de esos genios cuya obra, tan popular, exitosa y difundida, hemos tenido la suerte de disfrutar como quien se beneficia del tocadiscos de un vecino de buen gusto. Tal ha sido su calidad e incansable repetición. Por eso ha estado siempre próxima a la vida de melómanos entre los que me cuento.

Pongo en práctica lo que digo. Subo el volumen de una pieza del maestro que escucho donde escribo estas líneas, en mi poco silencioso apartamento. Suena el tema principal de "La Misión" que me transporta a la secuencia final en que se repite como coda y ritornello. Cuatro notas en racimo de corcheas y una blanca (re-mi-do-re) arrancan lágrimas y desolación. Llora el oboe, pero dulcemente triste, evocador, casi resignado a la evidencia del fracaso donde nuevamente ganan los pistoleros, que ahora son los malos de verdad y siempre fanfarrones. Sigan escuchando; separen tiros de corcheas, disparos de diapasones pacíficos y sostengan el aliento conmigo mientras agoniza el padre jesuita idealista, músico, misionero perseguidor de utopías que arden ante sus ojos como un bosque arrebatado por el fuego de la ambición, de la política con los indígenas , descaradamente incendiaria, antievangélica, injusta. Cinco notas como cinco llagas de Cristo por donde fluye el último aliento del misionero caído (Jeremy Irons), de la vida del hombre que se llevó de calle a los indios con su oboe y una biblia, cual flautista de Hamelin que quiso ser de niño. Cierren los ojos; dejen pasar la música que lleva a hombros el cuerpo muerto de un hombre bueno que hizo frente al enemigo con el cuerpo de Cristo en la custodia y un ejército de gente desarmada de todo, menos de valor y fe. Cinco notas fluyendo como el manantial de un río, como aguas "que van a parar al mar que es el morir". Sí, ya lo dijo Jorge Manrique, y de otra manera García Lorca en su Oda al Santísimo Sacramento: "¡Oh, nieve circundada por témpanos de música!/ ¡Oh, llama crepitante sobre todas las venas!".

Hay cosas que recordarás así, como una cadencia breve intermitente, como el cariño recibido y la tristeza superada. No necesitas poner cara a esos gestos musicales porque ya son tuyos para siempre. Sonarán para ti sin orquesta de palabras, sin imágen en moviola ni pantalla. Alguien, cual donante humanitario, trasplantó la partitura de esa música a tu vida.

Morricone y Williams nos ponen con su orquesta en el transbordador espacial que nos saca de las contingencias terrestres sin necesidad de ver lo que siempre sentiremos en el viaje estratosférico de sus melodías. La música de Morricone nos retrata a modo de una ecografía por ultrasonido: Éramos adolescentes aguerridos, como "El bueno el feo y el malo", ahí puso notas a nuestra vida trepidante y un punto alocada como corresponde al guión de dicha edad. Crecimos con el cine de la gran pantalla y vimos su ocaso en "Cinema Paradiso". Sentimos la humanidad doliente y humillada en "Holocausto"; la tensión sobresaltada en "Los intocables de Eliot Ness". Éstas y muchas otras bandas sonoras le han proporcionado al autor largos " Días de gloria" y a nosotros inmenso placer. Habría más paralelismos de su música en nuestra vida personal y colectiva, en la existencia coral que tan bien supo registrar en pentagramas perpetuos. No es ahora momento de desarrollar por cuestión de tiempo y espacio.

Ennio Morricone y John Williams: prolíficos músicos, geniales compositores, han vivido mucho. Los premios y el éxito les han acompañado siempre. Pero todos hemos ganado también a la vez que su música con el tiempo.