No. No es el Apocalipsis, no. Nadie, al menos que yo sepa, ha visto lluvias de sangre y fuego todavía ni astros caer del cielo ardiendo como teas, sin embargo, ayer soñé que un virus con forma de corona y hábitos humanos vagaba sin freno sobre la peste y la hambruna. Le había sido dado desterrar la paz de la tierra y a su paso las paredes de los templos se resquebrajaban, la gente cuerda enloquecía y un sinnúmero de prodigios nunca vistos aparecía por doquier. No nos es dado a nosotros averiguar los momentos del Padre, ni siquiera en sueños, pero viendo su poder de destrucción todo hacía pensar que verdaderamente era llegado el final de los tiempos que, en su momento, anunciara Juan. Por fortuna se trataba de una pesadilla, ya digo, pero lo cierto es que de unas semanas acá Occidente ha caído en una profunda depresión de la que le costará salir.

Todo empezó a finales del pasado año cuando la Organización Mundial de la Salud anunció oficialmente la aparición de esa que dieron en llamar neumonía de Wuhan después de que las autoridades sanitarias detectaran una veintena de casos con un Síndrome Respiratorio Agudo Severo de origen desconocido en uno de los mercados de la provincia China con ese nombre. Nadie aquí, en los Tres Árboles, podía imaginar entonces hasta qué punto su aparición habría de cambiar costumbres y conductas.

Dos meses y medio después el coronavirus se ha extendido por más de 140 países, afecta a unas 150. 000 personas y, como si de una auténtica plaga bíblica se tratara, el complejo entramado sobre el que se asientan las estructuras sociales parece venirse abajo a su paso. Vidas, haciendas, alquerías, todo. La economía se colapsa, los servicios se bloquean, se vuelven a cerrar fronteras y resurgen ideologías para las que esta vez, ¡cielo santo, quién lo hubiera dicho hace tan solo unos meses!, somos nosotros, los divinos europeos de inmaculada piel blanca y con todos los lujos al alcance de la mano, los apestados.... No. No es el Apocalipsis, no, pero a falta de vacuna contra el coronavirus Europa está abocada a un parón forzoso con final incierto.

Vivimos tiempos extraños. El pasado día 11 la Organización Mundial de la Salud elevó la situación de emergencia de salud pública ocasionada por el COVID- 19 a pandemia internacional. Son las diez de la noche. El señor Presidente acaba de declarar el estado de Alarma Nacional y de un tiempo acá la actualidad informativa nos estremece con un lenguaje del que es difícil quedar al margen. La situación es extrema.

Por lo que me cuentan, una asociación de anestesistas ha distribuido entre su personal ciertas sugerencias para que sepan cómo gestionar la situación cuando se encuentren con más pacientes que recursos. Dicho con otras palabras, en un momento en el que el sistema sanitario italiano está totalmente colapsado se trata de facilitar al colectivo unas pautas éticas para decidir a quiénes aplicar el protocolo y a quiénes dejar a su suerte. Es brutal pero, según los gráficos que estudian la evolución de la pandemia, ésta parece ser la realidad a la que estamos abocados en un plazo de diez o doce días.

No es momento de preguntas. Es el de dejar de pensar en nosotros mismos y cumplir con rigurosidad las normas que dictan las autoridades sanitarias porque al coronavirus no lo detendrán ni las críticas ni el pánico. Si acaso, la inteligencia. Eso y la solidaridad de los ciudadanos.