Los acontecimientos del pasado domingo, dígase canonizaciones, dan, seguirán dando, mucho que hablar. Está siendo tanta la información que no va a hacer falta recordárselo a nadie. Vale lo de los discípulos de Emaús a Jesús: «¿Eres tú el único que no sabes lo que ha pasado en estos días?». Hay acontecimientos que merecen el obsequio de la presencia, una presencia con marca de universalidad, católica al fin. Muchos, la inmensa mayoría de los peregrinos a Roma para las canonizaciones, sabían que no les iba a ser posible una visión directa del acto, «in situ». ¡Y qué pasa!, la importancia no estaba en el ver, sino en la presencia, en poder decirle a la posteridad: «Yo estuve allí». Y ese «allí» ha podido ser la plaza de San Pedro, o la Vía de la Conciliación, o Castel Sant'Angelo o Piazza Navona o Trinitá dei Monti? Al menos por una vez en la vida, quien más quien menos, espera le sea dado asistir a un hecho excepcional. No sé por qué mi mente se trasladó a tiempos nada gloriosos en la larga historia de la Iglesia cuando coexistieron varios papas. La festividad del pasado martes de Santa Catalina de Siena nos lo ha vuelto a traer a la memoria. Voy con frecuencia a Peñíscola, tengo la oportunidad de recordarlo. El domingo pasado hubo también en Roma abundante material papal, excepcional en un pasado reciente, excepcional también en el presente.

La Iglesia ha descubierto que los tiempos son muy cortos y se le ha acelerado el ritmo. Sabe que necesitamos santos de ahora, conectados con nosotros por la familiaridad del tiempo, por esa cercanía que da la coetaniedad.

No tiene sentido reconocer su santidad cuando han pasado siglos sobre ellos, cuando la historia ha dado carpetazo y nadie o casi nadie siente los siente cercanos y accesibles. La Curia Romana se ha dado prisa para que el reconocimiento de los santos no avenga una vez perdida la memoria, esfumada su presencia. Hoy las biografías tratan de ponernos a los santos al alcance, resaltan que vivieron aquí, en circunstancias como las nuestras. «Los santos, decía Juan Pablo II en Lisieux, no envejecen nunca, los santos no prescriben jamás, son siempre los hombres y mujeres del mañana, los testigos del mundo futuro». Los niños de Comunión en la iglesia de San Vicente presentaban así las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II: «Nuestros ojos, pobres en años, apenas si los han visto por televisión; nosotros pertenecemos ya al tiempo del papa Francisco, pero sabemos que este es un día importante. Estamos felices de poder vivirlo y se lo contaremos a otros cuando seamos mayores». Como los de Emaús que «se volvieron a Jerusalén para contar lo que les había pasado».