Cuando se va alguien del prestigio y la talla de Gabriel García Márquez, es inevitable, casi anímicamente obligatorio, recordar cuándo apareció en nuestras vidas, cómo nos influyó, qué nos ha dejado, cuánto le debemos? Para miles de personas, sobre todo para los jóvenes de los 70, su «Cien años de soledad» supuso un hito que sobrepasó los límites de lo literario. ¡Aquella gran novela que había visto la luz en 1967 abría tantas puertas, derribaba tantos muros, hacía reales las fantasías, convertía la realidad en ficción palpable, estimulaba la imaginación, desbrozaba tabúes! Muchos no habíamos oído aún hablar del realismo mágico ni conocíamos el llamado «boom» de la novela latinoamericana. Daba igual. No se necesitaba ser un experto para entender que la historia de los Buendía tenía una fuerza capaz de superar cualquier barrera y que detrás había un escritor que iba a marcar época, un fenómeno.

Llegué a «Cien años de soledad» en plenos estudios madrileños de Periodismo y después de haber leído algunos cuentos de «Ojos de perro azul» y de la «Mala hora» y una de las novelas que más cosas me descubrió entonces, «El coronel no tiene quien le escriba». Todavía sonrío y me estremezco al rememorar el final del relato. El coronel no recibe la carta en la que espera que el Gobierno le pague la pensión prometida. Sin dinero, vive en la miseria. Pero ha criado un gallo de pelea por el que le ofrecen una fortuna. Pese a la pobreza y tras mucho meditar, decide no venderlo. Su mujer, desesperada, le pregunta qué van a comer. Y él acumula años de orgullo, sueños, coraje y desesperación para contestar: «Mierda».

El sorpresón-admiración casi idolatría que me produjeron el mundo de Macondo y las vivencias de los Aurelianos, Josearcadios, Úrsulas y demás personajes de «Cien años de soledad» me llevaron a devorar todo lo que de García Márquez fue cayendo en mis manos. Y, claro, a interesarme por su faceta de periodista. Y ahí los descubrimientos fueron igualmente extraordinarios, especialmente cuando leí dos libros que tenían que ser asignaturas obligatorias en las facultades de Ciencias de la Información: «Relato de un náufrago» y «Noticia de un secuestro». El primero es un volumen, editado en 1970, que recoge las catorce crónicas que García Márquez publicó en 1955 en el diario «El Espectador» de Bogotá sobre un suceso que había conmocionado Colombia: la odisea del marinero Luis Alejandro Velasco que permaneció diez días en una balsa sin comer ni beber tras ver morir en el Caribe a sus compañeros de un barco de la Marina colombiana. La causa de la tragedia había sido una supuesta tormenta. García Márquez demostró que no hubo tormenta, sino que la nave sufrió un bandazo por un golpe de viento y no pudo maniobrar para rescatar a ocho tripulantes porque llevaba mal estibada en cubierta una carga de contrabando. El libro, maravillosamente escrito, es un homenaje al periodismo de investigación y a la búsqueda de la verdad por encima de las versiones oficiales, las que había ofrecido el Gobierno del dictador Rojas Pinilla, que, incluso, había convertido al marinero superviviente en un héroe nacional. ¡Y estamos hablando de 1955, sin Wikipedia, sin Internet, sin cámaras ocultas?!

«Noticia de un secuestro» es una radiografía profunda y clara de la Colombia convulsa de los años del auge del narcotráfico, los asesinatos, los coches bomba, el desafío al Estado hecho por Pablo Escobar, el terror, el menosprecio a la ley. Se lee como si fuera una novela de ficción, pero está basado en una realidad tan dura y trágica como increíble. Tan increíble como descubrir que los sicarios, algunos casi adolescentes, se encomendaban, y rezaban, a la Virgen, a su patrona, para que le salieran bien los asesinatos de encargo. No son dos de las obras más conocidas y valoradas de García Márquez, pero se las recomiendo. Se encontrarán con dos excelsos logros.

Y en este breve recorrido por las huellas de García Márquez en mi acervo personal (hay más: «El amor en los tiempos del cólera», «El general en su laberinto», «Crónica de una muerte anunciada»...) no puedo por menos que hacer una referencia muy particular. Durante mucho tiempo estuve intrigado por saber de dónde había sacado mi abuelo Paulino el nombre de mi padre, nacido en 1925. Se llama Wenefrido, sí, así, con todas las letras. Miré y remiré calendarios, pregunté, repregunté, y nada. ¿Cómo era posible que mi abuelo hubiera dado con ese nombre para ponérselo, además, a su primogénito en un pueblo como Guarrate y en aquella época? De repente, al leer «Vivir para contarla», la autobiografía de García Márquez, me topo con que su tía abuela se llamaba Wenefrida García Iguarán y que uno de los días grandes en la casa familiar era el 3 de noviembre, cumpleaños de su tía y festividad de santa Wenefrida. Mi padre también nació el 3 de noviembre. Prueba superada.

Cuando se va alguien como Gabo García Márquez se nos vienen tantas cosas encima. Y todas tienen ya una vigencia eterna. Como estas.