Gabo quería ser director de cine. Estudió para ello en los años 50. En Roma. Cambió ese sueño para centrarse en la literatura. Una literatura muy cinematográfica desde el punto de vista argumental, pero cuyo estilo y espíritu es imposible de vampirizar. De ahí que fuera tan reacio a ver mancilladas sus obras, en especial Cien años de soledad. La experiencia vivida con las que sí tuvieron la desdicha de ser convertidas en imágenes no ayudó precisamente a hacerle cambiar de opinión. «Deseo que Macondo solo figure en el papel y en la imaginación de cada lector», dijo. ¿Respetarán su deseo sus herederos? Lo que sí se permitió fue aceptar ocasionales trabajos como guionista, entre ellos Tiempo de morir, una especie de western (1966), que fue el debut del interesante cineasta mexicano Arturo Ripstein, quien, curiosamente, haría en 1999 la mejor aproximación al universo de Gabo con El coronel no tiene quien le escriba.

A pesar de que estaba dirigida por el antaño excelente Francesco Rosi, Crónica de una muerte anunciada (1987) fue una decepción total a pesar de estar coescrita por Tonino Guerra. La tensión de la novela, el dibujo certero y raudo de los personajes, la atmósfera densa y opresiva que se iba tejiendo palabra a palabra quedó reducida a una plana y mustia sucesión de escenas sin garra. En descargo de Rosi hay que decir que el reparto estaba elegido por su peor enemigo: Anthony Delon, Rupert Everett, Lucía Bosé, Ornella Muti... Poco podían hacer veteranos como Gian María Volonté o Irene Papas ante compañeros tan poco estimulantes, cuando no desastrosos. Ni rastro, en cualquier caso, de la maestría de Salvatore Giuliano, Las manos sobre la ciudad o Lucky Luciano.

Mayor fue el desaguisado de Mike Newell con El amor en los tiempos del cólera (2007). El director británico (Cuatro bodas y un funeral, Prince of Persia, Harry Potter y el cáliz de fuego) no era precisamente el más indicado para llevar a la pantalla una empresa tan formidable, y los malos augurios se cumplieron de pleno: una película fallida de arriba abajo, amorfa y sin vida. No hay ni un brote de pasión en una película tan sosa como aburrida, tan gélida como burda. Una telenovela en formato grande en la que naufragaba un reparto fuera de onda comandado por Liev Schreiber, Javier Bardem y John Leguizamo.

Para ahondar en el abismo, uno de los libros más flojos de Gabo, Memoria de mis putas tristes, se convirtió en otro desastre cinematográfico de la mano de Henning Carlsen, por más que el guión viniera firmado por el prestigioso (y muy irregular, todo hay que decirlo) Jean Paul Carrière. Al menos, en esta ocasión Emilio Echevarría y Geraldine Chaplin sí sobrevivían al naufragio. Menos conocida, Del amor y otros demonios era una producción costarricense tan empeñada en ser «bonita» que se olvidaba de contar una historia. Soporífera.

Además del «Coronel» que bordó Ripstein, las aproximaciones más solventes al mundo de Gabo, aunque su eco haya sido escaso, hay que buscarlas en En este pueblo no hay ladrones (1964), Eréndira (1983) de Ruy Guerra o Un señor muy viejo con alas enormes (1980), de Fernando Birri.

El amor por el cine lo heredó Rodrigo García, responsable de dos títulos tan estimables como Cosas que diría con tan solo mirarla y Nueve vidas, aunque parece que le va más la pequeña pantalla. Sería un buen candidato para atreverse a meter plano al planeta Gabo.