La noticia de este periódico me conmociona: una joven de 29 años acaba de fallecer en el hospital Recoletas de Zamora tras dar a luz a una niña. ¡Increíble! Pleno siglo veinte y una muerte por parto en la capital. ¡Ni que estuviéramos en Sanabria!

Dicen que se produjo una hemorragia que la condujo a una parada cardiaca. Dicen que hay que esperar a la autopsia para saber a qué se debió su muerte. Dicen? Preocupa saber que iba a trasladarse al Virgen de la Concha. Eso solo quiere decir una cosa: que en caso de apuro, la solución se busca en los hospitales públicos.

En cualquier caso, es prematuro y aventurado sacar conclusiones. Me contaba días pasados un médico del Virgen de la Concha que, a menudo, ellos son los grandes perjudicados de la sanidad pública. Me explicaba que cuando un paciente reclama por un supuesto error, siempre lleva las de ganar. La sanidad pública no acude en defensa de sus empleados. Luego la mala fama, el mal nombre, recae en estos profesionales que están indefensos ante la ira de los ciudadanos que sufren desgracias irreparables.

Creo que el doctor tiene razón. En más de un caso he visto cómo terribles sentencias se quedaban sin las preceptivas defensas o apelaciones de la sanidad pública. Prefieren pagar antes que defender sin darse cuenta de que la cuestión no es el dinero.

Los médicos quedan con el culo al aire dispuesto para que les azotemos. Un error médico viste mucho en la prensa y a menudo somos los periodistas los que quizás obremos, si no con ligereza -nos ceñimos a las sentencias-, sí con la injusticia de creer a pies juntillas el dictamen de los jueces.

Con la muerte de esta joven se reabre la herida. Deja tras de sí un niño de seis años y la sospecha callejera de que quien falla siempre es el médico. Sin embargo, parece que este tipo de hemorragias devienen en buena parte en fallecimientos.

Yo no puedo imaginarme el dolor de la familia. La rabia conduce a poner en el disparadero a quien participa en el intento de salvación. A quién, si no, echar la culpa. Y culpable que mitigue todo el dolor acumulado, siempre se necesita para desahogarse. Lo cierto, lo único cierto, es que Monfarracinos, pueblo de la joven, se convertiría ayer en un hervidero de dolor y desesperación.

Horas antes de que esta pobre mujer falleciera de forma tan dramática como sorprendente, allá en Sanabria asistía al espectáculo dantesco de la sanidad. La caída de una mujer sirvió para que se inauguraran los rayos equis en el centro hospitalario de Puebla. Hasta ahora, nada, el vacío más absoluto.

Vi a un grupo de ancianos en San Justo esperando a una esforzada doctora que da más vueltas que un pirulí en la boca de un niño para poder llegar a todas partes. Esos ancianos, el próximo día, tendrán que ir a consulta a Puebla: quince, veinte kilómetros. Muchos de ellos no tienen coche. Muchos se mueven con dificultad. Están abandonados de la mano de Dios.

Solo el enorme esfuerzo de los médicos rurales les mantiene con vida. La doctora de Trefacio se fue a Puebla con la paciente de la caída porque en Trefacio no podía atenderla: no había calefacción. Si se desnuda coge una pulmonía. De Puebla tuvo que volver a San Justo. De San Justo a?

Me imagino la penuria sanabresa cuando la nieve que ya se asoma en la cabeza de los picos baje hasta los pueblos del valle. Los médicos tienen un todoterreno, es cierto, pero apenas tienen carretera. Tienen helicóptero, es cierto, pero no es fácil aterrizar en invierno en un prado o una era. Tienen? pero no tienen nada. Y encima a estos esforzados médicos les recortamos el sueldo. Dentro de poco nuestros ancianos volverán a las infusiones caseras y las cataplasmas. Claro que, a lo peor, es mejor.

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