Fueron las bodas de antaño parte imprescindible de la vida en nuestros pueblos, convirtiendo a novios e invitados en labradores de tradiciones y esperanzas. En la madrugada de la víspera del primer «preclamo» los mozos, al amparo de noche, echaban el «carril de paja» desde la casa del novio y de la novia, hasta encontrarse, para luego continuar hasta la iglesia. Era la manera romper el secreto que se quería mantener hasta la misa. Inolvidable el «Baile del Respingo» donde los mozos y mozas iban entregando los regalos a los recién casados, debiendo a cambio la novia bailar con los varones y el novio con las mujeres. Otro objetivo era evitar el sexo en la primera noche de casados, por lo cual, la mocedad tenía el cometido, no ficticio sino real, de que no durmieran juntos. Si era necesario incluso un soltero se acostaba en la misma cama, entre ellos, evitando las relaciones carnales. La unión hace la fuerza y por eso se les «ponía el yugo», una tradición que consistía, durante la misa, siempre en latín, en atar a los novios por encima de los hombros con la estola del cura en señal de armonía y amor eterno. A la hora de comer cada invitado acudía a la casa de la función con una cesta de mimbre donde portaba sus propios platos, vasos, cuchillo, cuchara y tenedor. Eran otros tiempos, donde el amor y la amistad cultivaban la esperanza de vivir y los pueblos eran un remanso de paz.