Antonio Ferrero Hernández aún tiene valor para coger el tren que le traslada de Fuenlabrada, donde vive, hasta Atocha. Como aquella mañana de marzo en la que viajaba en el primer vagón de uno de los trenes de la muerte. Resultó herido por la explosión. Secuelas físicas, que influyeron para que una grave dolencia que padecía con anterioridad le acabara retirando de su puesto en el Ministerio de Defensa. Secuelas psicológicas de las que aún no se ha recuperado. «Esas no se pasan. Cuando, alguna vez cojo ese tren, lo vivo con sobresalto. Mi vida cambió». Encontró apoyo en una de las asociaciones creadas en torno a los damnificados del 11-M, la de Ayuda a Víctimas del 11-M. No es que tenga miedo a mirar al calendario. Ha asumido cada aniversario de los últimos cinco años. Pero se resiste a recordar lo que vivió en aquellos primeros minutos de caos, muerte y destrucción en la estación madrileña. «Sé que fue por ahora, por lo que sale en los medios, porque me envían desde la asociación los actos que se van a realizar cada año. Si no, ni me doy cuenta». En realidad, Antonio Ferrero preferiría ignorar todo aquello, si pudiera. Pero es difícil. «He recibido apoyo psicológico por parte de la Asociación, pero a veces sales de las sesiones todavía peor. Prefiero no hablar del dolor, porque se agudiza más. No me gusta recordar».

Aunque en su retirada prematura del puesto de trabajo no se consideraron determinantes las secuelas por el atentado y dice no tener quejas del trato recibido por la Administración, Antonio Ferrero pone el dedo en la llaga al referirse a todos esos casos cuya indemnización se vio condicionada a la demostración exacta de las heridas sufridas. De lo ocurrido en el juicio prefiere callar su opinión. Y cierra filas con el resto de víctimas sobre el sentimiento que les despiertan los responsables de la matanza: «Perdonarles, no».

Este zamorano de Figueruela prefiere, por ejemplo, hablar de su pueblo, desde el que partió hacia Madrid «ya mayor, con más de 30 años. Yo seré toda la vida de allí. Allí están todavía mis padres, me crié allí». Vuelve a su localidad natal cuando puede. Y mientras rememora ese reencuentro que tanto añora, extrae la única conclusión que aflora en la memoria desolada por la tragedia: «Sí, cuando pasa algo así, uno cambia. Te das cuenta de que hay cosas que no merece la pena discutir». Porque bastante tiempo le han robado ya a su vida.