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"El repentino estruendo de los tambores y la extemporánea voz del celador le hicieron regresar a la realidad"

Cofrade de Jesús del Vía Crucis

Cofrade de Jesús del Vía Crucis / Estudio Mynt

Una multitud heterogénea había tomado al asalto, mucho antes de la salida de la procesión, las silenciosas y solitarias calles del casco histórico. El murmullo, del que sobresalía el deslenguado griterío de los adolescentes, que entretenían el tiempo jugueteando con los móviles, y el tapiz de cáscaras y envoltorios variopintos que alfombraba el pavimento, daban a la tumultuaria espera una apariencia más surrealista que pintoresca.

La procesión se había convertido también en cita obligada para el grupo de amigos a los que el trabajo había dispersado caprichosamente. Gus era el único que aún quedaba en Zamora, a costa de malvivir con el sueldo de mierda que le pagaba, tarde mal y nunca, una pequeña empresa de publicidad. No tenía rencor por su perra suerte, y aunque envidiaba la de sus antiguos colegas del instituto, bien situados y con parejas asimismo empleadas en puestos pingüemente remunerados, alternaba con ellos, sabiendo que la tradición borraba, siquiera por unos días, sus desiguales fortunas.

Entre saludos, abrazos y risas, se les hizo la hora y, tras ponerse precipitadamente las túnicas, se despidieron de las chicas.

–Iremos por la izquierdaaa, vocearon ya en el atrio.

–Intentaremos coger sitio en Viriato; si no nos vemos, os esperamos en el Plaza.

Brujulearon entre el tropel "albimorado", que llenaba las naves de la catedral, hasta situarse en los primeros puestos y así terminar antes. Durante la carrera, la actitud gamberra y provocativa del grupo, obligó al celador – un tipo canijo, pero investido del poder de la vara – a llamarles varias veces la atención. En el primer fondo, junto a la iglesia de La Magdalena, bromearon con un par de chavalas, que respondieron al coqueteo de aquellos desconocidos, riendo desinhibidas sus gracias. Gus, ajeno al cachondeo, se quedó mirando a la más atractiva. Era un pibón de unos veinticinco años, esbelta, de largo pelo negro, generosos pechos y cara aniñada. Emboscado en el caperuz dio rienda suelta a su imaginación...

–Disculpa, ese es mi asiento.

–Perdona, lo vi vacío y me senté en él; me gusta ir junto a la ventanilla.

–No es necesario que te cambies, en este puedo estirar mejor las piernas.

–Yo te conozco. El martes santo estabas viendo la procesión, con una amiga, en la Rúa, junto a La Magdalena. Soy de Zamora, pero trabajo en una consultora de imagen y comunicación en Madrid.

–Yo también soy de Zamora y estoy haciendo un máster de ADE en la Autónoma.

– Qué tal, me llamo Gustavo, pero todos me dicen Gus.

–Yo me llamo Paula, pero todos me llaman Paula.

Rieron.

Con la animada charla y el buen rollo a los dos tortolitos se les hizo corto el viaje.

Ya en el andén, intercambiaron sus números de teléfono.

–Podíamos, si quieres, quedar algún día para tomar un café o ir al cine.

–De acuerdo, respondió, por no parecer descortés, Paula; me llamas o me mandas un wasap.

Aquel primer encuentro, mecido por el crepitar metálico del AVE, se selló con un casto beso de despedida en el desangelado vestíbulo de la estación de Chamartín.

Comenzaron quedando los fines de semana, pero, inopinadamente, sus encuentros segregaban tanta testosterona, que cada día les costaba más separarse. Ansiaban verse, besarse, intercambiar fluidos…

El repentino estruendo de los tambores y la extemporánea voz del celador le hicieron regresar a la realidad:

–Camine hermano, está usted cortando la fila.

Cuando la enfermera – una real hembra de larga melena negra, generosos pechos y cara aniñada – irrumpió en la habitación se terminó por desvanecer aquella placentera fantasía:

-Gustavo, ¡qué tal estamos hoy¡, aunque la cicatriz duela hay que levantarse y dar paseos cortos, si quieres irte pronto de aquí. Ya es mala suerte pasar la Semana Santa en el hospital.

Al rato entró la auxiliar con el desayuno: café con leche y galletas María.

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