Itinerario de la palabra

Mañana Sábado

La Soledad, a la puerta de San Juan. |Emilio Fraile

La Soledad, a la puerta de San Juan. |Emilio Fraile / Luis Felipe Delgado de Castro

Luis Felipe Delgado

Luis Felipe Delgado

Es un sábado distinto éste de mañana, en el que se ha desvanecido la emoción que ensanchó y llegó a romper las costuras de los días anteriores, un sábado con las manos vacías, situado entre la grandeza de dos jornadas que le quitan valor. Un día de espera, contemplado desde el estribo de la fatiga, sencillo, liso, simple. Sólo la paz de costumbre, enseñada a callarse en Zamora, se asoma a los balcones cerrados a la prisa, desde los que, el día anterior, miles de ojos vieron pasar la Cruz y la Muerte en cuerpo y alma. Las tierras se han apagado de esperanza. Un sol blanco, nimbado, escala la mañana, asciende hasta las torres y reina sobre ellas, como un espectro, sin energía ni nervio. La luz está izada a media asta, de luto. Como si la primavera hubiera huido de repente, el paisaje de la ciudad está envuelto en la ceniza triste de la calma.

Es sábado, al día siguiente del Drama que convirtió todas las venas de la vieja ciudad, ya desgastadas por la pobreza y deformadas por una secular dejadez, en una riada de piedades y lutos, desde la madrugada hasta la noche

Es sábado, al día siguiente del Drama que convirtió todas las venas de la vieja ciudad, ya desgastadas por la pobreza y deformadas por una secular dejadez, en una riada de piedades y lutos, desde la madrugada hasta la noche. En este día tan solo la soledad gobierna el paso del tiempo con una lentitud vestida de cansancio y pena. Y ya no queda nada. El Drama acabó, aparentemente en la vertiente humana, entre las fauces de una sepultura cualquiera, aún sin nombres ni huesos, alzada sobre un huerto dormido de fruto, bien cerca del Calvario. Las campanas están calladas y las músicas, rendidas. Preside el mediodía una neblina de tristezas mientras un vaho de añoranzas desciende por el río, sangrado de silencios y ausencias. Ay, el río, el viejo río busca pasar deprisa por las azudas, apenas pisa las orillas, otea el adiós y se despeña paisaje abajo. Por el cercano bosque transita el sosiego con sus mejillas tocadas de principiante verdor mientras una mano de viento acicala las copas de los gigantes pinos. Por las rúas antiguas hoy domina el silencio y si acaso, el murmullo reposado de miles de pisadas, aún recientes, de ayer mismo. Por las láminas del glorioso cimborrio catedralicio, atrofiadas de edades y musgos, resbala el equilibrio quedo de las cigüeñas que allí han ido a cubrirse de luz como tantas mañanas. En la torre de al lado, el reloj se detuvo en el ayer de la muerte, clavó sus locas agujas en tierra de nadie y no las moverá hasta que llegue la noche, agazapada primero, pero despejada más tarde, ya madura, cuando en los templos asciendan salmos, aleluyas e inciensos en la apoteosis litúrgica de la Resurrección.

Este es un sábado extraño en la ciudad, distinto. Perdió las voces de los niños, la nobleza de la música y el valor de las maderas que enseñaban calles adentro el evangelio más natural y mejor contado de todos, el más sencillo, a todo color. ¿En qué parte del tiempo se quedaron sayones, calvitos y traidores, que enseñaban su orgullo y su rencor en plena calle? ¿Qué fue de los discípulos que compartían el pan de la Palabra y el vino de la amistad rúas adentro? ¿Dónde están esas cruces que iban de un lado a otro de la vida estos días? Y esos cirios inmolados, que encendían penitencias y rezos, ¿se consumieron o fueron abatidos por el acoso del último viento del invierno? ¿Quién o quiénes han desmontado el calvario en el que la muerte enseñó sus entrañas? ¿Dónde se enjugaron esas lágrimas que nacían al prender en el alma el perdón o la súplica? ¿A qué lugar fueron a parar tantos sentimientos? ¿Dónde escondió el barandales sus campanas? ¿En qué punto del mediodía se separaron la corneta y el tambor y dejaron de ser merlú de carne y hueso para plantarse en bronce en medio de la plaza y quedarse allí perpetuamente? ¿Dejamos ya caer por un despeñadero de olvidos lo mucho que vimos y vivimos?

Sábado iluminado por la figura de una mujer, una Madre que sale de su Casa a enseñarnos su pena y a compartirla con tantas otras mujeres. Es tan solo una imagen. Pero ¡qué imagen!

En este día llamado sábado y apellidado santo sin pretensión alguna, no queda huella alguna de tanto dolor derramado ni se distinguen las nervaduras de la recia penitencia que tapizó esas calles hoy silentes. Solo permanecen los largos surcos de cera coagulada ribeteados por entre las losas y guijarros, que irán deshaciendo sus huellas con los primeros calores. Todo lo demás se borra de golpe. Cerrado el telón, se desmonta el escenario, se guarda el rico atrezo de esa maravillosa representación, tan real y viva como solo se puede hacer en Zamora. Así llega este sábado a la vida, vacío de cruces y de músicas, despoblado de manos y de hermanos, cercado por el último cansancio y la primera nostalgia, sin que le aprieten las prisas o le cerquen los afanes. Tan solo en la memoria seguirán vivos tantos momentos que el corazón, tan solo el corazón, podrá recrear siempre.

Y de repente, cuando se acerca la noche, subida en los panzudas nubes que fruncen el ceño del atardecer, aparece la Soledad. La Soledad frente a la soledad. La diferencia que va de una minúscula a la mayúscula que la define por entero. Y ay, amigos, este día gris, este sábado tristón, ya teñido otra vez de ausencias, se transfigura. Y deja de ser un día gris y tristón, para llenarse de luz mientras se van desliendo las nubes. Sábado iluminado por la figura de una mujer, una Madre que sale de su Casa a enseñarnos su pena y a compartirla con tantas otras mujeres. Es tan solo una imagen. Pero ¡qué imagen! Apenas un rostro, unas manos, y unos metros de tela de luto. No hay más. No puede haber tanto en tan poco. Pero es así. Y con Ella, este sábado superficial, decaído hora a hora, se transforma súbitamente en un atardecer maravilloso, y en sólo un rato llega a ser una noche que se nos llena de estrellas.

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