Un castillo contra la fealdad

Es un edificio defensivo, protector, que acoge la obra de Baltasar Lobo y la ensalza con su piedra

Obra de Lobo, a la entrada del Castillo

Obra de Lobo, a la entrada del Castillo

Vivo en una casa fea de Zamora. Fue alimentada por el desarrollismo de los sesenta y creció por encima de los tejados que la rodean. Su ladrillo se impone sin ningún pudor a los siglos de las piedras de enfrente, y aunque he intentado domar su barandilla blanca con algo de verde en forma de arbusto, siempre acaba proclamando su ferocidad sin remedio.

Zamora ha sabido combatir la fealdad con la belleza, y aquello que es bello, lo es en grado sumo. Así somos. Compensamos nuestros quebrantos con románico y modernismo a espuertas. Conservamos una muralla, un castillo y una catedral para lograr que un río se ponga a sus pies. Tenemos un corazón arbolado en un parque que es un bosque, una plaza mayor devorada por una iglesia, una calle inclinada donde el vino no llega a derramarse, un cuartel convertido en Universidad y una biblioteca que habita entre las paredes de un convento. Teatros y museos los tenemos por pares y nos recuerdan quiénes fuimos. Qué importante esto último para lo que viene.

Acude ahora a nuestro auxilio la belleza, el equilibrio, la huida de lo accidental y la contención de Baltasar Lobo en una nueva encrucijada que volverá a definirnos. Y con él la oportunidad de hacer del castillo un verdadero jardín arqueológico y artístico en torno a la escultura, único en su especie, de la mano de un Premio Pritzker de Arquitectura, Rafael Moneo

Yviene el estoicismo. Decía un estoico que "unas cosas dependen de nosotros y otras no dependen de nosotros", y así llegamos a construir lo que queremos que sea nuestra vida, y de paso, siempre de paso, nuestra ciudad: en cada gesto, en cada elección, en cada decisión que tomamos nosotros y quienes gobiernan en nuestro nombre. Zamora padece las malas decisiones en términos de belleza, y renunciar al debate no ayuda a resolverlo. Es conocida la sentencia del juez Potter Stewart cuando en 1965 levantó la censura que pesaba sobre una película apelando a su valor artístico: "No sé definir la pornografía, pero la reconozco cuando la veo". De la misma manera, reconocemos la fealdad cuando la vemos en la iluminación a trompicones de nuestras calles, en las pérgolas innecesarias y sin nobleza, en una escultura soportada por una peana hecha de piedra de portal, en un ejército de tótems que de nada informan, en los parques de colores desquiciados, en los rótulos en serie de algunos negocios, hasta en el soniquete que chirría en las calles y golpea nuestros oídos…

Acude ahora a nuestro auxilio la belleza, el equilibrio, la huida de lo accidental y la contención de Baltasar Lobo en una nueva encrucijada que volverá a definirnos. Y con él la oportunidad de hacer del castillo un verdadero jardín arqueológico y artístico en torno a la escultura, único en su especie, de la mano de un Premio Pritzker de Arquitectura, Rafael Moneo. A Lobo se le asocia la vanguardia, una época caracterizada por su fertilidad creativa y su atractivo para el público, y nombres como el de Pablo Picasso y el de dos mil amigos que defienden la coherencia entre una gran colección y un edificio que lo sea. Decía Hegel que las esculturas no pueden hacerse sin tener en cuenta el lugar en que deben contemplarse y exponerlas implica conocer su capacidad para envolverse de lo que las rodea. Un castillo es un edificio defensivo, protector, que acoge la obra de Baltasar Lobo y la ensalza con su piedra. Una simbiosis de historia y modernidad, un farallón contra la fealdad que con sus manos combatió el escultor. No rindamos el castillo. No rindamos Zamora.

(*) Conservadora de Museos

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