El mundo está loco, loco, loco, loco

Resulta un sinvivir enterarnos de todo lo malo que pasa a nuestro alrededor

Ilustración

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Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

En el mundo en que vivimos, raro es el día en que no nos despertamos con una mala noticia. Con una mala noticia que llega a afectarnos directamente. O, en el mejor de los casos, con unas cuantas malas nuevas que nos cogen un poco más distanciados, ya sea porque se hayan producido a muchos kilómetros de distancia o porque hemos decidido no preocuparnos por ellas. En cualquier caso, sea de una forma o de otra, resulta un sinvivir enterarnos de todo lo malo que pasa a nuestro alrededor.

Porque el mundo está loco, loco, loco, loco, cuatro veces loco, como en aquella película de Stanley Kramer, interpretada por el genial Spencer Tracy y el prolífico Mickey Rooney, que con 1,56 de estatura llegó a casarse con la actriz más atractiva del momento, como era Ava Gardner, y aun le quedó tiempo para participar en más de trescientas películas.

En aquella extravagante comedia, un grupo de personas participaban en una delirante carrera, por el sur de California, en busca de un gran botín del que habían tenido noticias cuando prestaban ayuda a un conductor accidentado que había caído por un precipicio. Antes de morir, se lo había hecho saber. A lo largo de la película, las mejores intenciones de cada uno de ellos se iban trasformando en los peores propósitos. Todo ello en post de hacerse con aquel tesoro, sin compartirlo con los demás.

Quizás se llegue así al mundo, con buenas intenciones, pero el caso es que, en la medida que se va subiendo de puesto en el escalafón de la sociedad, es difícil evitar caer en la tentación de hacer cosas con las que no se contaba al iniciar el camino. Pero el caso es que, en la medida que va pasando el tiempo, para conseguir los fines que cada uno se ha propuesto alcanzar, más de uno llega a hacer lo que haga falta.

Los espectadores podemos llegar a creernos los más felices del mundo, ya que, afortunadamente, no estamos sufriendo el castigo de una guerra, ni padeciendo los latigazos de una catástrofe, aunque, en realidad, estemos jodidos por otros problemas. Porque, comparativamente, los nuestros son de menor importancia

Si es necesario, tratando de manipular a la gente, haciéndoles cambiar de opinión. Así que, no sería de extrañar que una de las estrategias fuera la de tener acojonada al personal a base de mostrarle en abundancia calamidades y catástrofes. Pues, de esa manera, es más fácil pastorearnos, al modo de las ovejas churras en el aprisco. Pero quienes así actúan no deberían de relajarse, porque, si bien las ovejas tienen fama de tontas y de ser fácilmente manipulables, existen estudios que dicen justo lo contrario. Pues, parece ser que, entre otras cosas, los ovinos son capaces de recordar e identificar hasta cincuenta rostros diferentes durante un periodo de dos años, que es bastante más de lo que llegamos a recordar los humanos.

En cualquier caso, los que se encargan de lavarnos el cerebro han colegido que lo mejor para sus fines es dar preferencia a la difusión de las malas noticias y, a ser posible, ignorar las que puedan contribuir a levantarnos el ánimo.

Parten de la base de que no somos capaces de distinguir unas nalgas falsas de otras verdaderas, como tampoco de separar la percepción de la ilusión. Ni diferenciar la democracia (Soberanía del pueblo en la que se respetan los valores de la libertad y la igualdad ante la ley) de la partitocracia (Abuso de poder de los partidos políticos).

A la guerra, consecuencia de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, ha seguido la de Palestina por parte de Israel. De ambos conflictos bélicos se llenan los espacios informativos ofreciéndonos truculentas imágenes que le quitan a cualquiera las ganas de desayunar.

En la medida que las horas van pasando, las televisiones se llenan de tertulias en las que se sacan a colación asuntos más próximos. Primero locales, más tarde regionales y después nacionales. Y como en todas las partes cuecen habas, también pasan cosas que pueden llegar a helarte el alma.

Ni cortos ni perezosos, los participantes en esos programas empiezan a opinar de todo lo que se le ponga por delante, ya sea un sistema de control de trenes de alta velocidad o una sentencia judicial. De casi todos sacan conclusiones al respecto. Y si se trata de alguna inundación o de algún incendio, llenan horas y horas con entrevistas de amigos y allegados de las posibles víctimas, formulándoles siempre las mismas manidas preguntas, cuyas tristes y desesperadas respuestas son intuidas antes de ser contestadas.

De esa manera los espectadores podemos llegar a creernos los más felices del mundo, ya que, afortunadamente, no estamos sufriendo el castigo de una guerra, ni padeciendo los latigazos de una catástrofe, aunque, en realidad, estemos jodidos por otros problemas. Porque, comparativamente, los nuestros son de menor importancia.

Evitar poner a la gente en contacto con las buenas noticias, como si se tratara de agua hirviendo, lógicamente nos hace reaccionar de manera contraria a la que cabría esperar de nosotros.

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