Dulces sombras

Defunción del Conde Duque de Olivares hallada en la parroquia de la Santísima Trinidad de Toro

Reflejo de un visitante junto al cuadro

Reflejo de un visitante junto al cuadro / Cedida

Una tarde de tutoría de la asignatura de paleografía impartida por el profesor José Carlos de Lera de la Uned en Zamora, tuvimos la ocasión de estudiar el acta de defunción del Conde Duque de Olivares hallada en la parroquia de la Santísima Trinidad de Toro. Deslumbrada por esta circunstancia, me llamó poderosamente la atención que el valido del rey Felipe IV, quien dominó la política española y mundial durante dos décadas, hubiera fallecido allí.

Intentando bucear en el machaque del personaje de Nieves Concostrina y de la mayor, decidí adquirir la publicación "Olivares" de Manuel Rivero Rodríguez cuyo epílogo prometía un giro inesperado en la valoración y permitirme en mi optimismo, dar una oportunidad a la benevolencia.

Pero ni por esas.

La macroempresa titánica del tenente hizo aguas casi desde sus comienzos abarcando los oceános Atlánticos, Pacífico e Índico. En la creencia malsana de que "Dios es español y está de parte de la nación estos días" justificaron los tímidos logros bélicos que iban sosteniendo aquel escenario de enfrentamientos insostenible: Francia, Dinamarca y Suecia, la República de Venecia, el duque de Saboya, el conde elector Palatino, el duque de Weimar, el marqués de Brandemburgo, las ciudades hanseáticas, el duque de Sajonia, los calvinistas de Alemania y las Provincias Unidas. Una borrachera de desavenencias que terminaron explotando con la rebelión de Cataluña y la separación de Portugal, un reino que había demostrado estar de cuerpo presente pero en alma moribundo y desganado.

Al pasar las instantáneas volví hacia atrás revisando con detalle aquel pequeño retrato de Olivares que fue pensado para distribuir en la corte y en el extranjero con el objetivo de poder reforzar su presencia política. Como una chocante nebulosa, aparecía en la estampa cual alucinógeno trampantojo a modo de reflejo un velazquiano visitante, cual espectador de un teatro de dulces sombras en un período de postiza luz llamado El Siglo de Oro

Tremendo panorama se incrementó con sus malogrados empeños en plantear una revolución cultural en cuanto a las costumbres de la sociedad, su vestimenta, ociosidad y a la independencia del lastre clerical. Este cambio afectaba a todas las categorías de la vida, desde la propia percepción del cuerpo hasta la construcción del individuo en sus valores y la conciencia de sus merecimientos.

Con este paupérrimo reverso intenté acercarme a los proyectos artísticos de este primer ministro. Y de nuevo improvisación y desacierto.

El proyecto palaciego del Buen Retiro, del que poco se puede vislumbrar en la actualidad debido al maltrato de los tiempos postreros, prometía otorgar al reino una seña de identidad similar a la que se obtuvo con el Escorial por "el rey prudente" Felipe II. Las intenciones así lo fueron pero la cuestionable ejecución y la pobreza de materiales dieron al traste con ese sueño, a pesar de que posteriormente fuera tenido en cuenta para el faraónico Versalles. Así también la rápida adquisición entre 1633 y 1643 de obras de arte para decorar un gran número de estancias produjo una ingente compra de cerca de 800 cuadros, de los cuales apenas dos se pueden considerar obras maestras.

¡Diantres! de nuevo mi intencionalidad estaba en la casilla de salida.

En el despeje de esta desazón, tuve la oportunidad de visitar la Galería de las Colecciones Reales. Un despeinado y adormilado guía nos introducía en las entrañas de aquel impresionante hangar de nuestro patrimonio. Nuestras regias dinastías y sus colecciones se encontraban perfectamente expuestas y mostradas al numeroso público. Después de hora y media de recorrido estábamos llegando al final del tour y procedí a sentarme frente al caballo blanco de Velázquez. Ahí estaba en un magnífico escorzo digno de su corpulencia sin jinete a la vista, no como aquel que comanda Olivares y que espléndido luce en el Prado en un falso postureo, simulando ser un general dirigiendo las tropas en el campo de batalla de Fuenterrabia. En esta evasión pictórica y fijándome en otra obra del centro de la sala, me sentí atraída por la genial descripción del tratamiento de claroscuros de Salomé: "en nuestros tiempos se levantó en Roma Michelangelo Caravaggio… con un nuevo plato, con tal modo y salsa guisado, que pienso que se ha llevado el de todos con tanta golosina y licencia….". Allí viendo la cabeza del Bautista y sintiendo el final abrupto e inconcluso de mi relato ensalzador, bajé la mía y procedí a mirar las fotos que por fortuna en las galerías sí permiten realizar.

Al pasar las instantáneas volví hacia atrás revisando con detalle aquel pequeño retrato de Olivares que fue pensado para distribuir en la corte y en el extranjero con el objetivo de poder reforzar su presencia política. Como una chocante nebulosa, aparecía en la estampa cual alucinógeno trampantojo a modo de reflejo un velazquiano visitante, cual espectador de un teatro de dulces sombras en un período de postiza luz llamado El Siglo de Oro.

"En la capilla estoy, y condenado a partir sin remedio de esta vida, siento más la causa que la partida". El Conde duque de Olivares Gaspar de Guzmán y Pimentel en Toro a 22 de julio de 1645.

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