Desde Los Tres Árboles

De cabalgatas y Reyes Magos

Es como si su llegada removiera los entresijos del alma

ZAMORA. CABALGATA DE REYES

ZAMORA. CABALGATA DE REYES

Eduardo Ríos

Eduardo Ríos

Más allá de la significación religiosa, no sé qué tienen las fiestas navideñas entre purificador y balsámico. Es como si su llegada removiera los entresijos del alma hasta dejar al descubierto episodios que permanecieron durante mucho tiempo arrinconados en el desván de la memoria; y eso, por trascendentes que fueran. Llega la Noche de Reyes una vez más y recuerdo una casona indiana con una escalera de piedra entre dos enormes palmeras y un pasillo interminable y una escuela luminosa y nogales y avellanos y tardes azules en las que la lluvia era eterna...

La noche era gélida. Recuerdo que el aire helado me abrasaba la cara y que tenía los dedos entumecidos por el frío, pero la ilusión por conocer a los Reyes Magos era más fuerte que cualquier dolor. ¿ Habrían recibido la carta que había depositado días antes en el buzón del ayuntamiento? El pueblo entero se había echado a la calle para recibir a sus Majestades y yo aguardaba de la mano de mis padres. La emoción apenas me dejaba respirar. Estaba tenso. Expectante. Atrapado por la magia de aquella hora diferente.

Al poco, los Reyes desembarcaron en la playa. Eso, al menos, comentaban todos los que estaban a mi alrededor y así debía ser porque comencé a oír redobles que poco a poco se iban acercando hasta acabar convertidos en ensordecedor estruendo. ¡ Por fin! ¡Allí estaban!

Fue más tarde, muchos años más tarde en la fría habitación de un hospital, cuando descubrí la auténtica cuantía de la real visita. Fue entonces, rodeado de cables y batas blancas, cuando comprendí que el verdadero obsequio en aquella noche mágica habían sido ellos mismos, los propios Magos … ¡ Sí ! ¡ Ellos, los Reyes Magos de Oriente! En la noche de aquel lejano cinco de enero y en los días que después siguieron siempre fueron ellos el mejor de los regalos

Las primeras antorchas entraron por la calle de la iglesia y las traían unos hombres casi desnudos que se adornaban con aros las orejas; algunos lanzaban llamaradas por la boca, otros daban volteretas. A continuación venían los pajes reales y después un grupo de soldados romanos que tañían tambores. Les seguían unos mineros empujando vagonetas llenas de cajas donde seguramente estaban los juguetes que sus Majestades repartirían durante la noche. Los tres magos habían salido de sus palacios de Oriente guiados por una estrella y, según me dijeron, buscaban un niño para postrarse a sus pies. Ha pasado el tiempo, pero parece hubiera sucedido ayer.

En primer lugar apareció el Rey Melchor sentado sobre un trono de rubíes en lo alto de una carroza tirada por caballos con embocaduras relucientes. Lucía una corona de oro y se cubría los hombros con una estola de armiño; su barba era blanca y no cesaba de tirar caramelos y confetis. Le seguía Gaspar en una segunda carroza que semejaba un barco y tenía incrustaciones de nácar y marfil. A pesar del largo viaje no parecía cansado; sonreía bajo un dosel de terciopelo y le rodeaban mujeres que tenían cascabeles en los tobillos y bailaban al ritmo de panderos y gaitas.

El último era Baltasar, el rey negro. Tenía un turbante azul del que colgaban perlas y zafiros y estaba envuelto en una capa roja que llegaba al suelo. Cuando pasó a mi lado le llamé repetidamente por su nombre y me reconoció porque respondió con una sonrisa al tiempo que me enseñaba una carta que parecía la mía.

Cuando a la mañana siguiente desperté, me faltó tiempo para correr hasta el balcón. ¡Allí estaban el triciclo y un reluciente guerrero indio junto a los zapatos! Fuera, una nevada inmensa había pintado de blanco las pomaradas y caleyas de la pequeña aldea pero ni rastro de los Reyes Magos. Jamás volví a ver a sus Majestades

Fue más tarde, muchos años más tarde en la fría habitación de un hospital, cuando descubrí la auténtica cuantía de la real visita. Fue entonces, rodeado de cables y batas blancas, cuando comprendí que el verdadero obsequio en aquella noche mágica habían sido ellos mismos, los propios Magos … ¡ Sí! ¡ Ellos, los Reyes Magos de Oriente! En la noche de aquel lejano cinco de enero y en los días que después siguieron siempre fueron ellos el mejor de los regalos.

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