Desde los Tres Árboles

Zamora, el río y la niebla

La niebla cubre por completo el río Duero en Zamora capital.

La niebla cubre por completo el río Duero en Zamora capital. / J. L. F.

Eduardo Ríos

Eduardo Ríos

Amanecía en la isla de las Pallas cuando aparecieron los primeros jirones. Se levantaron justo delante de mí a primera hora de la mañana del pasado día diecisiete y avanzaron río abajo hacia las aceñas de Pinilla, dejaron atrás el Convento de Santa María la Real de las Dueñas, brincaron las azudas de Olivares, accedieron sin dificultad al barrio por el embarcadero y en un santiamén se plantaron en la plaza de San Claudio. Allí tomaron un respiro mientras llegaban los de más allá de los oteros y luego, disciplinados y en silencio, embocaron las Peñas de Santa Marta y entraron en la ciudad por la Puerta del Obispo, hicieron suyo el atrio catedralicio, treparon con oficio por las gárgolas de la catedral, dieron varias vueltas en torno a la bizantina diadema y después de algunos intentos hicieron suya la torre del Salvador. Allí se detuvieron. ¡Sólo entonces!

Los tejados, espadañas, torreones, arcadas, azoteas, miradores y fachadas de los arrabales cercanos al río fueron las primeras certezas en desaparecer. Después, las barbacanas y los cubos de la muralla. Finalmente, los barrios de la parte alta. La voracidad de aquel monstruo de formas imprecisas y aliento helado era insaciable. ¡Ni los tajamares del puente de piedra enfrentados durante siglos a impetuosas avenidas pudieron resistir el formidable empuje!, en un momento se desvanecieron al tiempo que el viaducto del ferrocarril y la pasarela de más allá de los Pelambres.

A decir verdad, la irrupción en la ciudad fue brutal. Imparable. La niebla ocupaba todos los espacios y era extremadamente violenta, tan densa que el aire se volvió irrespirable. A su paso la geometría de las formas se convertía en una quimera, en una existencia puramente presentida y cuando finalmente desapareció la última realidad visible de las cosas Zamora quedó sumida en la incertidumbre más absoluta y sin una certeza tan siquiera a la que aferrarse. Perdida. ¡Definitivamente a merced de los charlatanes!

Fue entonces cuando se oyeron gemidos como de mujeres heridas o de perros apaleados y cuando los Tres Árboles se poblaron de seres que me seguían de cerca arrastrándose entre los chopos y las moreras. No los veía, pero oía las pisadas en la hojarasca y podía sentir su aliento húmedo en la cara.

Mientras, ajeno a la niebla, al fragor de los parlamentos y a las disputas propias de tiempos broncos, el río discurría con su acostumbrada canción. Una melodía claramente perceptible. Inconfundible. Perpetua. La misma que escucharon Claudio Rodríguez, Blas de Otero o Agustín García Calvo, por citar a algunos de los que por su ribera anduvieron.

Era la suya una tonada que surgía de la tierra indiferente a las cuitas y afanes de los hombres y venía de aquel mundo remoto en el que ni las estrellas tenían nombre ni habían sido, aún, inventados los dioses. El barrio de Cabañales era robledal, entonces, y la calle de Balborraz torrentera, sin embargo, por más que cambiaran costumbres y ritos una vez más el río Duero volvía a convertirse en la conciencia de un paisaje sin referencias. En la enseña inamovible de una ciudad que parece salida de un cuento de hadas, milenaria, excesivamente individualista y resignada.

Recordé al poeta. "Yo tuve patria donde corre el Duero", dijo en su momento... ¡Quién sabe!, quizás en una mañana con niebla y tan fría como ésta!

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