Buena jera

Carochos, cencerrones, diablos, zangarrón

Las Mascaradas de Zamora son un eterno viaje de retorno a nuestro origen y esencias

Luis Miguel de Dios

Luis Miguel de Dios

Mañana, 1 de enero, comienza el 2024, un nuevo año, ese Año Nuevo que nos conducirá hoy a desear lo mejor a familiares, amigos, conocidos y hasta desconocidos. Y destacará un adjetivo “próspero” que tiene todas las connotaciones que ustedes quieran darle. Cuando yo era pequeño, no entendía que querían decir los mayores con aquello de "próspero". Ahora, sigo sin entenderlo del todo, aunque creo que voy progresando adecuadamente, como los niños aplicados en las escuelas.

Los buenos deseos e intenciones de estas fechas se han convertido en un ritual que brota con la conmemoración del Nacimiento del Niño Dios, celebración que, desde hace siglos, acapara casi todo el protagonismo del ciclo navideño. ¿Qué sucedía antes de que las navidades, entendidas como las entendemos actualmente, entraran en la vida de los seres humanos, en su civilización, en su forma de caminar por la existencia, en los retos que pendían sobre su futuro? Investigadores y expertos han lanzado numerosas teorías para dar una respuesta adecuada a estos interrogantes. No es fácil aclararlo tanto por el tiempo trascurrido como por las diferentes maneras con que nuestros antepasados se enfrentaban a esta situación. Además, la Iglesia oficial ya se encargó de sepultar o arrinconar aquellos ritos paganos que reinaban en las tribus indígenas. En realidad, ya lo habían hecho los romanos, que colocaron muchas de sus grandes fiestas donde ya las había, donde era una tradición de los antiguos habitantes. Y la Iglesia mantuvo fechas y algunos ritos, pero les cambió de nombre. Arraigaron, quizás porque ya tenían raíces muy profundas.

Uno de esos grandes ritos es el que se celebra en varias localidades zamoranas estos días. Si alguien quiere saber cómo afrontaban aquellas comunidades primitivas el cambio de año, el fin de la oscuridad, la llegada del sol poderoso que acabaría con las tinieblas que se acerquen mañana a Riofrío de Aliste, Abejera de Tábara, Sarracín de Aliste y Sesnández, pueblos de Zamora muy cercanos unos a otros y en los que seres diabólicos y otros más humanos trasmiten una vuelta a nuestros orígenes, la esencia de la relación y telúrica entre el hombre y la tierra. También pueden acudir a Montamarta, donde el zangarrón, que volverá a salir el día 6, nos cuenta con su atuendo y sus actitudes cómo eran las civilizaciones que nos han precedido. ¿Por qué el protagonismo de los diablos o carochos o cencerrones o carucheros, seres impuros que atacan a los espectadores, sobre todo a las chicas, y a los personajes que encarnan el bien, que, sin embargo, acaban venciendo?, ¿no es ese un debate que también hemos heredado, enseñanzas cristianas mediante?

Conocí de primera mano Los Carochos de Riofrío de Aliste el 1 de enero de 1993. Fui con mi familia a pasar el día con Isaac Macho, periodista, amigo, gran defensor e impulsor de esta fiesta y uno de los responsables de su recuperación tras años desaparecida. El impacto anímico que recibí con la salida de los dos carochos (el diablo grande y el diablo chiquito) y los otros ocho personajes aun no se me ha olvidado. Me pareció un auto de fe pagano, un intento de explicar el mundo a través de seres misteriosos y sobrenaturales, que, sin embargo, me parecieron propios; es decir que eran míos o que, en algún momento de la vida, lo fueron. Las filandorras persiguen a la gente para lanzarle ceniza que recogen en las lumbres de los vecinos cuyas casas permanecen abiertas para recibir a los personajes y darles el aguinaldo. El molacillo usa su pica para enfrentarse a los diablos. El gitano se encarga de bailes, chistes y coplas. El ciego de atrás, el del lino, los guapos, que van a bautizar al niño…. Todo ello crea una atmósfera misteriosa, pero real; tan real que uno tiene que pellizcarse varias veces para comprobar que estamos en el siglo XXI. No lo parece. Los carochos vienen desde la noche de los tiempos y, con sus ropajes, sus tenazas, sus corchas, sus cencerros y sus gritos, parecen recordarnos nuestro origen, nuestra esencia, la época en la que el hombre tuvo que inventarse ritos y actos para entender su propia existencia, su vinculación a la tierra y la necesidad de pedir a los dioses clemencia y protección.

He vuelto varias veces a Riofrío. En una de ellas, Isaac me llevó a ver Los Cencerrones, de Abejera. El escalofrío fue similar. Otro año fui a seguir Los Diablos, de Sarracín. El entierro del niño (no el Niño Jesús, sino uno nacido de un mito pagano) pone los pelos de punta. Podría continuar, pero mejor que comprueben ustedes en directo todo lo que les cuento. Merece la pena. Ahí está parte de la Zamora eterna.

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