Siete días y un deseo

Maestros que dejaron huella

Sin saber leer y escribir no se puede estar en la Universidad

Edificio que alberga la Biblioteca del campus Viriato de Zamora.

Edificio que alberga la Biblioteca del campus Viriato de Zamora. / Emilio Fraile

José Manuel del Barrio

José Manuel del Barrio

Hoy toca hablar de esos maestros que dejaron huella. De la buena y de la mala, porque dejar huella puede hacerse de muchos modos y maneras. Por ejemplo, si insultas a alguien con o sin motivos, dejas muy mala huella; si eliminas de la faz de la Tierra a una persona con un rifle, una bomba o con cualquier otro artefacto mortífero, la huella es tan espantosa que no me atrevo ni a calificarla; pero si, por el contrario, escribes una novela, un poema o construyes una casa de acogida para mujeres maltratadas, también dejas huella, pero, en este caso, de la buenísima. O al menos es lo que yo pienso.

Y ahora se preguntarán ustedes que a cuento de qué viene esta entradilla. No se apuren que aquí tienen la respuesta: porque desde hace varios años se han puesto de moda los cursos de formación dirigidos a docentes de todos los niveles de enseñanza (primaria, infantil, secundaria, universitaria) con el objetivo de mejorar sus competencias y habilidades en la gestión de conflictos en el aula, el uso de herramientas digitales, el diseño de nuevas metodologías docentes, la comprensión de la inteligencia emocional, etcétera.

Yo he asistido a muchísimos y de casi todos he sacado alguna(s) idea(s) que, posteriormente, intento aplicar en mis clases, talleres, charlas o conferencias. No obstante, en múltiples ocasiones quedo sorprendido porque da la impresión de que la mejor docencia es la que utiliza los recursos de última generación (pizarras digitales, ordenadores, cañones, etcétera), llegando a pensar que la formación y los resultados académicos del alumnado mejoran cuando en el aula abundan esos artefactos.

Y ya sabemos que no siempre es así. Ahí tenemos los ejemplos de algunos países nórdicos que han decidido paralizar la digitalización de las aulas y volver a los libros de texto. O en Silicon Valley, el corazón de la sociedad informacional, allá, en la costa oeste de Estados Unidos, en donde las principales herramientas son lápices y papel. Ni un ordenador a la vista. Y ahora llega la pregunta del millón que vengo formulando por aquí y por allá: ¿De qué sirven todos estos artilugios informáticos si cuando los chavales han cumplido 12, 16, 18 o más años no saben leer correctamente, cometen abundantes errores ortográficos o tienen dificultades para exponer una idea y defenderla con argumentos? También en las aulas universitarias es habitual encontrarse con este panorama.

En ocasiones me pregunto que cómo es posible que Fulanito o Menganita hayan aprobado la EBAU, es decir, la antigua selectividad, para acceder a la Universidad. Aunque me cueste algunos disgustos, seré muy claro: ¡Sin saber leer y escribir no se puede estar en la Universidad! Porque saber leer no significa coger un texto y consumirlo sin ton ni son. Leer es más profundo y requiere tiempo, comprensión, reflexión y habilidades para compartir lo leído. Y sobre escribir, ídem de ídem. Se aprende a escribir bien si uno lee y practica el arte de la escritura, no solo en las pantallas de un ordenador o de un móvil, sino juntando letras en una hoja en blanco, con cabeza y sentido. Estas nociones tan básicas las aprendí, hace muchísimos años, de algunos maestros. Y esos aprendizajes, créanme, dejan huella. De la buena.

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