Crónicas de un paso de cebra

Flecha, una antorcha encendida

Ya su apellido señala un camino a seguir, una trayectoria, también la mano que indica el flujo del agua o de una luz, y además una abstracción que puede apuntar a cualquier lado

Ricardo Flecha en la escuela de Arte y Superior de Diseño. | Emilio Fraile

Ricardo Flecha en la escuela de Arte y Superior de Diseño. | Emilio Fraile / Natalia Sánchez

Concha Ventura

Concha Ventura

Han seguido los gorriones buscando asilo en los viejos árboles de la parte antigua de la ciudad, en estos días de fuego y de cenizas, donde algunos buenos amigos acaban de morir, el último Flecha. Casi nadie lo conocía por su nombre de pila, porque Ricardo Flecha siempre ha sido Flecha.

Ya su apellido señala un camino a seguir, una trayectoria, también la mano que indica el flujo del agua o de una luz, y además una abstracción que puede apuntar a cualquier lado.

Por eso estaba predestinado a perseguir un sueño, que proviene desde lo más secreto de su infancia, porque fue entonces, cuando le nació una especie de fiebre, un desafío, un estremecimiento, una idea recurrente que no lo abandonó nunca: quería ser artista, mejor dicho, escultor.

Un amigo me pasó hace unos días, una foto de Flecha niño, está con un grupo de compañeros en un campamento de verano, tendría unos 11 años, también me contó que estudiaron juntos primero de Bachillerato y que, en la asignatura de Manualidades, mientras los demás alumnos presentaban ideas repetitivas y sin historia, una cartulina con un dibujo, una piedra pintada o una hoja seca pegada en un papel, el empezó a hacer pasos de Semana Santa con palillos. Debió de gastar muchas cajas ese año, porque aparecía con uno diferente cada semana y les contaba con todo lujo de detalles lo que cada figura representaba, lo llevaba todo perfectamente estructurado en su cabeza, aunque los demás al parecer, no entendieran nada de lo que les decía.

Por eso, los compañeros se reían de sus ideas peregrinas, pero no le importaba, el ya llevaba en su interior sutiles fogonazos del asunto al que dedicaría la mayor parte de su vida, su fe, su pasión y amor por el arte y la historia sagrada.

Y ahí empezó todo.

Nuestras vidas, las de sus amigos, han estado unidas primeramente a su primer estudio en la bajada de la cuesta de Las Lecheras, llamada así antiguamente, porque era donde subían las repartidoras desde los barrios Bajos al centro de la ciudad a vender por las casas el producto.

Allí aparecíamos todos ante un Flecha revestido con su traje ceremonial, un mono azul, de tirantes, con uno medio caído, y empezaba a tallar escogiendo una paleta o una gubia apropiada para hacer la cabeza de un santo o para un crucifijo, y disfrutábamos echando unas risas, mientras asistíamos al nacimiento de unos ojos o unos labios que emergían del barro o de la madera de una manera mágica.

También hacía chaperones y nos arreglaba cualquier cacharro que se nos hubiera estropeado.

A mí, hasta me llegó a hacer la armadura de alambre con la forma de la cabeza de Espinete, para el disfraz con el que salí desfilando en una cabalgata de Reyes.

Estaba predestinado a perseguir un sueño, que proviene desde lo más secreto de su infancia, porque fue entonces, cuando le nació una especie de fiebre, un desafío, un estremecimiento, una idea recurrente que no lo abandonó nunca: quería ser artista, mejor dicho, escultor

Un día nos reunió a los más amigos a hora intempestiva, se le veía preocupado, nos tenía que pedir un gran favor, al día siguiente era fiesta y los trabajadores del almacén de su padre no trabajaban, pero se les estropeaba un cargamento de plátanos, que estaba a punto de llegar a la ciudad, y todos sin excepción, ni cortos, ni perezosos, nos dedicamos de madrugada a descargarlo para poder meter los plátanos en las cámaras frigoríficas y evitar que tuvieran que tirarlos a la basura.

Así se fue forjando una amistad que ha durado toda nuestra vida.

Coincidimos en Salamanca estudiando en la Universidad, allí cursó Bellas Artes, pero antes había pasado por las manos de Antonio Pedrero y por el taller de Ramón Abrantes, al que siempre acompañaba su amigo Ángel. Fue Abrantes, entre otros, quien le corrigió la dirección de la flecha, y le desveló el secreto de la luz que se escondía dentro de las piedras y las maderas que le servirían como base de sus esculturas.

También tuvo gran importancia en su formación la prestigiosa Academia de Madrid, Artaquio, en la que perfeccionó los destellos del dibujo para poder plasmar mejor las ideas que le bullían en la cabeza, que eran muchas.

Otra vez, cuando Florián y yo habíamos regresado de Santa Sabina de Roma, una basílica dominica, donde se conserva en la puerta de entrada una de las primeras figuras de Cristo crucificado entre los dos ladrones, y donde está enterrado Fray Munio el que fue Superior del Convento de dicha orden en Zamora en el siglo XIII, Florián le contó la historia del personaje y se dejó llevar por el poderoso soplo de la inspiración, fue entonces cuando empezó a tallar su cenotafio. En él aparece la figura del perro a los pies de la talla del difunto, recordando la leyenda de la madre del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmán, Juana de Aza, y el sueño recurrente que tuvo, cuando llevaba en su vientre al futuro santo, pues veía que daba a luz a un perrito con una antorcha encendida en la boca. Y cuando se lo descifraron, todos coincidieron en que su hijo sería un insigne predicador que, con el ladrido de sus palabras llevaría por todo el mundo la luz de la antorcha de Jesucristo. El perro acabó así convirtiéndose en el símbolo de la orden, y de dicha palabra tomarían el nombre, dominicos, "domini canes", los perros del Señor.

Cómo olvidar el camino de nuestras romerías, tantas veces recorrido con él, con la Concha y el Niño perdido por los campos, al son de la dulzaina y el tamboril, y la recogida del tomillo y romero por el Teso del Cuerno, para alfombrar la iglesia y la plaza de San Antolín, desde donde sale la Virgen romera.

Y luego llegó el momento de tallar no sólo para la ciudad sino también para el resto del mundo, recogiendo el testigo de la antorcha encendida.

Y los sueños de los pasos de palillos se convirtieron en pasos de verdad y en cristos resucitados y en esclavos, y en barandales y en emigrantes con maleta de lona y en hombres con capa alistana y en santos y en mujeres con niño, como recordatorio de la tragedia de la rotura de la presa del lago de Sanabria y tantos otros, que han quedado diseminados por ciudades, paisajes y caminos, para que nunca olvidemos nuestra historia.

También nuestra casa se fue llenando de sus obras, de crucificados, de resucitados, de cabezas de apóstoles, de vírgenes sedentes, de ángeles pintados, que le pagamos en un principio, cuando éramos estudiantes, con el revelado de numerosas diapositivas o con la compra de una cocina de gas para el piso compartido de Salamanca, porque se le había estropeado la que tenía y no podía hacer la comida.

Cómo olvidar a toda su familia, a sus padres, hermano y hermanas y su boda con Gelu, el amor de su vida, con bombazo final incluido por los petardazos que preparó Emeterio en la puerta de San Vicente cuando todos estábamos recogidos y acabamos sobresaltados y aturdidos pensando que había sido una bomba de verdad, y el bautizo de Pedro, el ahijado de Florián, y tanto y tanto ha sido lo vivido, que duele en estos momentos recordarlo.

Y llegó la enfermedad, la cual ha sobrellevado con una increíble entereza, y con ella la ausencia de caminos a recorrer por aquí abajo.

Él, como buen creyente, se aferró aún más a la idea de Dios, que ya tenía grabada en su alma también desde la infancia, y seguro que ha encontrado nuevas rutas, para nosotros invisibles.

La Asociación de Estudio y Promoción de la Capa Alistana de la que fue fundador le regaló en el final del camino, una magna exposición donde se recogió la mayor parte de sus mejores obras. Revivió en esos días la antorcha de sus ojos.

Por eso, cuando paséis cerca de una de sus esculturas, rezad una oración por su alma, pues para él será el mejor pago, el mejor regalo de amor, que le podríamos hacer.

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