Siete días y un deseo

Bendita obsesión

Es necesario que exista curiosidad por saber cómo funcionan las cosas

OPINIÓN

OPINIÓN

José Manuel del Barrio

José Manuel del Barrio

El chico siempre tuvo la manía de salir de casa para conocer el mundo. Con apenas cinco, seis o siete años ya apuntaba maneras. Lo habitual era que estuviera más fuera que dentro de casa, libre como los pájaros, corriendo por las calles, jugando al escondite, escondiéndose en los callejones oscuros, subiéndose a los árboles para tirarse como Tarzán en aquellas películas que había descubierto en blanco y negro, robando cerezas, guindas o manzanas, etc. Quienes ya pintan canas estarán pensando que esas y muchas cosas más eran las que se hacían en la inmensa mayoría de los pueblos, mientras que en las ciudades los chavales de esas edades no sabían qué era eso de salir a la calle cuando les apetecía sin tener que estar pidiendo permiso a los papás de turno por si las moscas. Bueno, el caso es que ese chico del que hablaba al inicio fue cumpliendo años y la manía de salir de casa para conocer el mundo no solo se mantuvo en pie sino que se fue reforzando. Era como una obsesión que le acompañaba permanentemente. “Bendita obsesión”, le soltó Margarita el otro día cuando, tras muchos años, volvieron a encontrarse.

Esa obsesión se había convertido en un modo de ser y, como decía él, de entender la vida. Siempre repetía en sus tertulias, conversaciones, clases, charlas, conferencias, talleres, etc., que tras la pasión por conocer algo nuevo siempre había algo previo: la curiosidad. Sin curiosidad, insistía él, era imposible el conocimiento ya que este solo se adquiere cuando hay ganas por aprender y las ganas surgen cuando al menos alguien siente curiosidad por algo. “Mirad, aunque parezca un trabalenguas, lo que acabo de deciros es la pura verdad. Y si no me creéis, solo tenéis que recordar lo que hacíais de niños”, soltaba en sus clases mientras los chavales mantenían los ojos abiertos como queriendo expresar que no entendían nada. ¡Y vaya que si lo entendían cuando les hacía regresar a la infancia! Sí, a esa infancia en la que todo son preguntas a los papás, a los abuelos y al primero que aparece por la calle: que por qué esto y lo otro, que por qué llueve, que por qué sale el sol, que por qué la vecina tiene la piel oscura, que cómo nacen los bebés, que cuánta sal hay en el mar, que por qué el cielo es azul, etc.

Esas preguntas solo son posibles cuando hay curiosidad, es decir, cuando algo nos llama la atención y nos sorprende. Y, cuando esto sucede, entonces expresamos nuestra curiosidad a través de las consultas que, en muchas ocasiones, cansan a quienes tienen que responderlas. Sin embargo, pocas veces caemos en la cuenta de que esos chavales ya practican lo que ni tan siquiera conocen: el espíritu científico. Porque eso es literalmente lo que cualquier científico, llámese físico, químico, biólogo, astrofísico, enólogo, veterinario, geólogo, sociólogo, etc., realiza cuando se enfrenta a la resolución de un problema. Para que eso se produzca es necesario que, como decía antes, exista curiosidad por saber cómo funcionan las cosas, es decir, las células, las proteínas, los átomos, la energía, las corrientes marinas, las relaciones sociales o lo que sea. Y eso era precisamente lo que el chico del inicio tenía cuando con apenas cinco, seis o siete años quería salir de casa para conocer el mundo. Que sepan que esa capacidad la sigue practicando, aunque algunas personas le digan a la cara que solo es una obsesión más.

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