Siete días y un deseo

Un encuentro inesperado

La importancia de comunicarnos, incluso con desconocidos

José Manuel del Barrio

José Manuel del Barrio

Viernes, 15 de abril. Sobre las 23 horas de la noche, entro en la ciudad de Zamora por el puente nuevo, subo por la avenida Cardenal Cisneros y, a la altura del Hotel AC, me dirijo al parque de Las Viñas. En la misma esquina, un grupo de chavales de, más o menos, dieciséis o diecisiete años va a cruzar el paso de peatones. Me detengo y hago lo que no he hecho nunca. Bajo la ventanilla y les digo: “¡Que viva la juventud!”. Se sonríen y uno de ellos, un poco echado para adelante, responde: “¡Que vivan la juventud y la tercera edad!”. El resto vuelve a sonreír y algunos le dicen que por qué me ha soltado esa pulla. Yo le quito hierro al asunto y les indico que no me he dado por aludido. El encuentro sigue, ya que el mismo chaval vuelve a comentar: “Oye, vaya coche que llevas. Seguro que tienes mucha pasta”. En ese momento, pensé: “Esta es la mía”. ¿Y qué hice? Paré el coche y, en plan pedagógico, les digo: “Voy a compartir con vosotros una reflexión al hilo de la pregunta que me ha hecho vuestro amigo sobre el coche y el dinero”. Y todos se acercaron mucho más, abrieron los ojos y escucharon con atención lo que sigue.

La única pregunta que me habían formulado era sobre un coche y el dinero. Tal vez ese interés tenía una explicación: las personas mayores y, en general, la sociedad, habíamos transmitido que lo importante en esta vida son las cosas materiales

Les dije que la única pregunta que me habían formulado era sobre un coche y el dinero. Les comenté que tal vez ese interés tenía una explicación: las personas mayores y, en general, la sociedad habíamos transmitido a los chavales y la juventud que lo importante en esta vida son las cosas materiales, como los coches, el dinero, etcétera. Y que, sin embargo, también me había sorprendido que no hubieran valorado el hecho de que una persona como yo, con algunas canas pero sin sobrepasar eso que llaman la tercera edad, se hubiera parado a hablar con ellos a eso de la medianoche. Y la respuesta fue maravillosa: “Es verdad”, dijo uno, que llevaba muchos minutos con una atención muy especial. Y proseguí con mi discurso, diciéndoles que no siempre hay personas mayores que muestran interés por los jóvenes, pues a veces lo único que resaltamos son sus actos o cualidades negativas: todos son vagos, bebedores, poco trabajadores, maleducados, etc. Pero que, sin embargo, también hay personas que no piensan de ese modo y que tienen interés por hablar con ellos. Y que eso era lo que yo acaba de hacer.

Como tenía que llegar a casa, antes de despedirme, les dije que reflexionaran sobre lo que habíamos vivido y que lo comentaran entre ellos. También me interesé por saber si leían el periódico. La respuesta fue rápida y sincera: “No, nosotros no leemos esas cosas”. ¿Y por qué les hice esa pregunta? Porque al mismo tiempo que estábamos hablando, por mi cabeza pasó la posibilidad de utilizar el encuentro nocturno como un motivo de inspiración para esta columna dominical. Y se lo avancé. Desconozco si alguno de ellos o todos leerán hoy estas palabras. Si lo hacen, genial. Y si no, pues para otra vez será. En cualquier caso, esta experiencia sirve para que todas las personas, indistintamente de nuestra edad, nos interroguemos sobre la importancia de comunicarnos, de hablar entre unos y otros, aunque sea en la calle y con personas desconocidas. Fue lo que me sucedió a mí el viernes al filo de la medianoche. Y como me encantó, prometo repetirlo siempre que tenga la ocasión. Y a ustedes se lo recomiendo. Háganme caso.

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