Hombre, tierra, cielo

Ni la religiosidad popular, ni la historia, ni la tradición lo explican todo, aunque sean el núcleo básico

Un hombre lee en plena naturaleza

Un hombre lee en plena naturaleza

Luis Miguel de Dios

Luis Miguel de Dios

Cualquiera que haya contemplado y seguido la Semana Santa de Zamora, sea creyente o no, ha quedado atrapado por un escalofrío, por un aura invisible que le hace mirar hacia sus adentros, por un relámpago de reflexión y hondura, por un latigazo sereno y vibrante en el alma. ¿Por qué? A mi juicio, ni la religiosidad popular, ni la historia, ni la tradición lo explican todo, aunque sean el núcleo básico. Tampoco la belleza de los pasos, ni la majestuosidad del recorrido, ni las piedras centenarias, ni el revivir una sensación secular heredada e impresa a fuego eterno en los genes de los zamoranos. Hay algo más. Y eso lo aprecia enseguida el laico que se aproxima a las procesiones con el escepticismo del agnóstico, con la distancia de quien busca más arte que devoción, más cultura que fervor. Ahí, casi sin querer, mientras hace fotos, graba videos y escudriña rostros, andares, luces, sonidos y silencios, nota algo que le es muy familiar aunque proceda de lejos y presuma de descreído. Ahí, en ese ambiente de hechizo y grandeza, de recuerdo y esperanza, de dolor y fuerza, existe desde la noche de los tiempos una comunión telúrica entre el hombre y la tierra, entre el hombre y el cielo, entre la tierra y el cielo. También la naturaleza, el culto a la naturaleza, aporta un enorme caudal místico a la Semana Santa, a todas las semanas santas, pero especialmente a aquellas que, como la de aquí, se han alejado de oropeles para preservas raíces y esencias.

Esa ligazón perpetua entre lo humano y lo sobrenatural, no nos ha abandonado nunca, ni siquiera cuando lo hemos dado por muerto en aras del progreso, la modernidad y otras modas o creencias

No es casual que la Semana Santa caiga en primavera, cuando el hombre de estos pagos mira alternativamente al cielo y a la tierra esperando que de arriba llegue lo que abajo tanto se anhela. Época en que los campos estallan en verde, pero demandan lluvia. Tiempo de soñar con cosechas, de asegurar futuros, de implorar ayudas a las divinidades, de consagrar sacrificios para que los deseos se cumplan. Días, en suma, de vínculos con las Alturas, de cercanía entre los mortales y la Inmortalidad, entre la finitud y lo Eterno, entre la limitación y la Omnipotencia. Y así ha sido desde el principio del mundo. Ceremonias y fiestas en torno al equinoccio de primavera están presentes en todas las grandes civilizaciones, desde Mesopotamia a Roma, desde Egipto a Grecia. Sus huellas también afloran en ritos celtas y celtibéricos. Muchos de ellos han llegado hasta nosotros con toda su carga ritual y simbólica, como bien revela el soriano Antonio Ruiz Vega en su inquietante obra “Los hijos de Túbal”, subtitulada “Mitología hispánica: Dioses y héroes de la España Antigua”.

Ese vínculo ancestral Hombre-Tierra-Cielo, esa ligazón perpetua entre lo humano y lo sobrenatural, no nos ha abandonado nunca, ni siquiera cuando lo hemos dado por muerto en aras del progreso, la modernidad y otras modas o creencias. Ha permanecido siempre como un venero oculto pero vivo que se ha filtrado en nuestra idiosincrasia hasta formar parte de nuestro ADN individual y colectivo. La religiosidad, el fervor y la devoción se han impuesto a él y, por tanto, marcan la pauta de todo lo relacionado con la Semana Santa. Estos tres factores dominan, se imponen, pero como indicaba antes, no lo explican todo. Y cuando hablamos de tradición e historia, solemos referirnos a la Semana Santa tal y como la conocemos ahora, es decir de hace cuatro siglos para acá. Es verdad, pero hay una pregunta obligada: ¿Y antes, qué ocurría antes? Es más: ¿qué sucedía antes de que el Cristianismo llegara a estas tierras y adquiriera toda su potencia y esplendor? Son muchos los indicios y testimonios que aluden o dejan entrever ceremonias y rituales de primavera, súplicas a los dioses, oraciones y ofrendas para el crecimiento y granazón de las cosechas, para la fertilidad del ganado, para la llegada de las lluvias. Todo eso continúa ahí, aunque cueste identificarlo. Todo eso, el abrazo Hombre-Tierra-Cielo, también es tradición y también es historia.

Por ello, en mi opinión, entra tan fácil y tan pronto en el espíritu de los no religiosos o de los no católicos la Semana Santa de Zamora. Es tan divinamente humana, tan milagrosamente natural que solo un torrente de vida y siglos puede explicarla. Religiosidad popular, sí; fervor, sí; devoción, sí; cultura y arte, sí, pero yo, cuando he estado en ella, me he sentido más hombre y más de esta tierra. Y he sentido que la tradición y la historia también buscaban el cielo. Y el cielo las abrazaba y las bendecía.

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