Sobre Josep Ratzinger

A mí me pareció una persona sencilla, humilde, algo tímida, afable, gentil y con una dotación intelectual poco común

José Ángel Rivera de las Heras (derecha), junto al papa Ratzinger

José Ángel Rivera de las Heras (derecha), junto al papa Ratzinger / Cedida

El sábado nos despertamos con la noticia del fallecimiento del papa emérito Benedicto XVI. No por ser una noticia esperada, dada su avanzada edad y su delicado estado de salud, especialmente en los últimos días, ha dejado de sorprendernos. Ahora, personalidades de la Iglesia y del mundo actual hacen las primeras valoraciones de su magisterio y su pontificado, y otras personas cuentan públicamente anécdotas vividas con él a través de los medios de comunicación y de las redes sociales. Yo, obviando el poso que me ha dejado su magna obra teológica y magisterial, tanto en lo personal como en lo ministerial, tampoco me sustraigo de narrar la impresión que me causó cuando lo conocí y saludé por primera y única vez.

Había sido becado por la Universidad Pontificia de Salamanca para participar en el curso “Jesucristo, hoy”, que bajo la dirección del catedrático de Cristología, mi querido profesor Olegario González de Cardedal, había programado la Universidad Complutense de Madrid, y se estaba desarrollando en la localidad madrileña de El Escorial. La mayoría de los participantes en dicho curso de verano nos hospedábamos en el Real Centro Universitario “María Cristina”, al lado del célebre monasterio. Allí, entre los días 3 y 7 de julio de 1989, habíamos escuchado a diversos ponentes, entre los que se encontraban Juan de Dios Martín Velasco, Ramón Trevijano, Rafael Aguirre, José Ignacio González Faus, Bernard Sesboüé, Juan Luis Ruiz de la Peña y Xavier Tilliette, nombres muy conocidos para los estudiantes de Teología durante el período de formación institucional. Y por la noche, nos habíamos deleitado con los conciertos del Taller Ziryab y de la organista Montserrat Torrent, en el Euroforum y en la Real Basílica del monasterio, respectivamente.

De sus escritos personales mantengo en mi recuerdo la claridad con que formuló nuestro credo católico en “Introducción al Cristianismo” o la sensibilidad casi mística con que redactó la vida de Jesús de Nazaret

Paralelamente, durante esos mismos días se desarrollaban otros cursos dedicados a la Administración de Justicia, al Derecho Comunitario Europeo, a las nuevas corrientes postculturales, a Mario Vargas Llosa, a la relación entre la radio y la sociedad, y a los creadores de Europa. En ellos intervenían personalidades que solo conocíamos por referencias escritas o mediáticas: Álvaro Gil-Robles, Defensor del Pueblo; Javier Pérez de Cuéllar, Secretario General de las Naciones Unidas; Luis Antonio de Villena y Antonio Muñoz Molina, escritores; la diseñadora Ágata Ruiz de la Prada; José Luis Garci, Manuel Gutiérrez Aragón y Óscar Ladoire, directores de cine; Ramoncín y Martirio, cantantes; Javier Tussell, catedrático de la UNED; Luis Solana, por entonces director General de RTVE; Matías Prats, Manuel Campo Vidal, Javier Sardá y Concha García Campoy, comunicadores de radio y tv, y Giulio Andreotti, ministro italiano, entre otros. Se puede decir que El Escorial era temporalmente un hervidero de personajes y de ideas, y también de contrastes, de debates y de comentarios curiosos. Mi recuerdo sigue aún vívido, por las experiencias novedosas y gratas, que recibí personalmente como un auténtico privilegio. Y sobre todo, porque contribuyeron a modelar mi carácter, abierto a las diversas perspectivas teológicas, y también al debate sincero con los protagonistas de las ideas y las tendencias culturales, en la búsqueda constante de la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.

La conferencia de clausura del curso teológico estaba reservada para el cardenal Josep Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. La dictaba en la tarde del viernes, día 7 (curiosamente, justo un año antes de mi ordenación presbiteral). Cuando llegó al centro universitario, Francisco Umbral, director del curso sobre la postcultura española, se hallaba sentado en un sofá de la recepción con los pies alzados sobre la mesa, y fiel a su flemática pose continuó en la misma postura sin inmutarse. Los becarios, por el contrario, nos mostrábamos expectantes, y lo saludamos con la cortesía debida. A mí me pareció una persona sencilla, humilde, algo tímida, afable, gentil y con una dotación intelectual poco común. Escuchamos su extraordinaria lección, y participamos en la rueda de prensa que ofreció. Recuerdo que en ella le pregunté directamente acerca de su parecer sobre la Teología que por entonces se hacía en nuestro país, a lo que respondió simplemente que no podía hacer una valoración global de la teología española contemporánea porque solo la conocía parcialmente, y no en profundidad. Desde luego, no esperaba tal respuesta, que no satisfizo mis expectativas, pero reconocí y agradecí su sinceridad. Y finalmente, accedió a posar para obtener una fotografía que dejase recuerdo de su cercanía, y que con el paso de los años ha adquirido para mí un gran valor.

Años después llegó a ser Sucesor de Pedro, tarea que desarrolló como un humilde trabajador en la viña del Señor, conforme había afirmado, inmediatamente después de su elección, en el saludo inicial de su pontificado desde el balcón principal de la basílica vaticana. También llegaron sus escritos personales sobre diversos temas, y los magisteriales, desde su cátedra como obispo de Roma y pastor de la Iglesia Universal. Y finalmente, su renuncia al ejercicio del ministerio petrino, y su decisión de dedicarse en silencio al estudio y la oración en el monasterio Mater Ecclesiae.

De sus escritos personales mantengo en mi recuerdo la claridad con que formuló nuestro credo católico en “Introducción al Cristianismo”, la sensibilidad casi mística con que redactó la vida de Jesús de Nazaret, y las iluminadoras expresiones que sobre la liturgia y el arte desgranó en su libro “El espíritu de la liturgia”.

Hoy, que ha partido a la casa del Padre, deseo reconocer y agradecer personal y públicamente la grandeza y la profundidad de su testimonio de fe y la belleza de su legado como teólogo y como pastor. Ojalá que el Padre de la Misericordia lo acoja en la gloria del Paraíso, y que viva eternamente la plenitud y la consumación del Misterio del amor divino, que tan admirablemente expresó en su vida, en sus alocuciones y en sus escritos.

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