Optimistas o gilipollas

El patio de Monipodio de nuestro país parece un chaleco de Marichalar

Viajeros en un aeropuerto

Viajeros en un aeropuerto / FIRA DE BARCELONA

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

Las franjas que separan posiciones loables del más inmisericorde de los ridículos siempre son muy tenues, tanto como que en más de una ocasión depende exclusivamente de quién sea el aguerrido que se decanta por una de ellas para estar en uno u otro lado, como si se tratase de pasar la laguna Estigia y que el gran Caronte, encargado de pasar o no a la eternidad, fuese el común de la colectividad que nos premia con el halago o con el más profundo de los silencios, cuando no la crítica y hasta el desprecio.

Baste de ejemplo, simplista si se quiere, pero de claridad meridiana, que para eso son los ejemplos, de Jaime de Marichalar, el ex de la infanta Elena de Borbón, ex también de la Familia Real, que últimamente parece que nos movemos en el país de los ex hasta en las ideologías. Pues bien, cuando don Jaime empezó a desplegar su indumentaria, especialmente sus chalecos y corbatas, era el hecho de que los llevase él y con su porte lo que le situaba en el mundo del estilismo digno de admiración y no en el de la horterada que ni siquiera nos hubiese dado acceso a una discoteca de cualquiera de los extrarradios de una ciudad española. Así son las cosas.

Ahí radica el optimismo, en saberse dueños de nuestro destino, aunque en más de una ocasión haya que ir tirando, solo tirando, a cara de perro y regañadientes, pero siempre con la vista puesta en que si hoy se ha dado mal mañana volveremos a pelear

Y así ocurre con el optimismo en estos tiempos que corren, donde todo parece barbarie, incompetencia, intereses claros u ocultos, hipocresía, y todo vale si es para mí el beneficio y el resto que vaya campando por este desierto social y político. Leguina resulta que no es socialista, y a nada estamos de que tampoco lo sea Felipe González, Feijóo parece una marioneta de Ayuso, reencarnación de una especie de virgen de Belén de nacimiento, o sea, solo imagen, y no sabemos si los del PP son de derechas o de qué; Edmundo Bal se alza contra Inés Arrimadas diciendo que hay que volver al centro, como si el centro existiese más allá de los cuerpos desnudos entre sábanas, mientras que los de Vox sirven a su amo Abascal, que más que un partido tiene una empresa, y los de Unidas Podemos, tan femeninos ellos, ellas y elles, siguen al patriarca Iglesias cual macho Alfa en época de berrea, aunque con vestimenta y complementos, eso sí, lo que se llama ahora outfit, que en nada desmerecen a la derecha más clásica y hasta casposa. Yolanda Díaz, que a estas alturas no se sabe si va o viene en su proceso que muere en la misma palabra, dice que su formación, que no existe, será la salvación cual maná en este desierto patrio, y al final independistas y nacionalistas paletoides resulta acaban siendo los más coherentes con su ideología, salvo en algo sustancial: ellos que quieren destruir el Estado español son los que lo sostienen, que lo dijo el gran humanista Otegui; bueno, en realidad sostienen a Pedro Sánchez, que acabará transformado el PSOE en simpe PS en honor a su apellido. Vamos, que el patio de Monipodio de nuestro país parece un chaleco de Marichalar.

Si a esto le añadimos el contexto internacional, la crisis económica, el estado del planeta (que no le pasa nada; en todo caso, seremos nosotros los que desaparecemos, como ocurrió con un sinfín de especies en glaciaciones o períodos de calor achicharrante y aquí sigue el planeta tan campante) y un largo etcétera de calamidades comunitarias y personales, declararse optimista es estar al borde de que te llamen gilipollas con mayúsculas, subrayado y en negrita. Porque la franja entre ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable, optimista, y ser un necio o estúpido, o sea, gilipollas, es muy muy tenue.

Pues asumo el riesgo de caminar por tan débil franja, que siempre he sido persona de frontera, porque en esa frágil linde entre el optimismo y la gilipollez está la capacidad para juzgar la realidad circundante, sea personal o colectiva, y juzgar presupone un esfuerzo intelectual de análisis de los hechos y, sobre todo, de adoptar una decisión y con ella una acción ante la contumacia de los mismos. Y aquí está la clave. En hacer.

Solo la muerte es inevitable, y que no tenga prisa, lo demás nos lo ganamos con nuestra acción y nuestra inacción, que no hacer es una forma de hacer y en muchas ocasiones la peor de sus formas, porque a corto plazo parece que nos exime de responsabilidades, cuando, en realidad, acabaremos pagando las consecuencias mientras creíamos que estábamos protegidos en el burladero de la inacción.

Así que puestos a que habrá que arremangarse frente a los unos y los otros y con nosotros mismos, la mejor manera que se me ocurre es hacerlo con optimismo y pensar que podemos hacer que la realidad que nos circunda sea más amable, para lo que deberemos ser también enormemente críticos con sus protagonistas y hacerles pagar sus desvaríos, displicencia y hasta chulería a través de las urnas, no solo las electorales, sino, y más importante, las internas de cada formación, donde parece que más que afiliados o seguidores haya vasallos, y mucha pedagogía dentro y fuera. Que no parezca, sobre todo a ellos, que somos tontos y hasta gilipollas. Y a nuestro entorno más próximo también le tendremos que dar un repasito, incluso desde el cariño, pero repasito. Desde lo laboral a lo personal, habrá que dejar claro en qué consisten las relaciones bidireccionales y si todos respetamos las reglas y estas son justas y no hay cartas marcadas ni ases en la manga, entonces caminaremos y seguiremos repartiendo cartas, pero si no, entonces la elección siempre será por uno mismo, aun cuando tenga un cierto tinte chulesco la frase de como yo todos, más ninguno.

Y ahí radica el optimismo, en saberse dueños de nuestro destino, aunque en más de una ocasión haya que ir tirando, solo tirando, a cara de perro y regañadientes, pero siempre con la vista puesta en que si hoy se ha dado mal mañana volveremos a pelear, porque las cosas quizá sean siempre como son ahora. O no. Y ese o no depende mucho de lo que hagamos nosotros ahora.

Cantaba Carlos Cano una copla que decía: “Venga palmas y sevillanas/que mañana Dios dirá. /Y a ver los barcos venir/y a ver los barcos pasar.” Reconozco que soy mal espectador en general, por eso estoy más por subirme al barco y agarrar el timón que por contemplar su balanceo a mereced de las olas y de Dios, que a este siempre le doy ocupado en cosas de más enjundia que mi miserable yo.

Será todo esto por mi optimismo. Que el lector juzgue si lo mismo es que soy gilipollas.

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