Se nos ha venido abajo el mito del capitán del barco. Ya saben, el tío templado que arregla un motor con el contenido de un neceser de señora mientras el agua le llega a los sobacos, y no pierde la calma cuando ve que no hay salvavidas para todos porque mentalmente ya ha cedido el suyo. En las películas de hundimientos y tormentas perfectas, el capitán siempre muere el último, ves venir su sacrificio desde el minuto uno aunque el resto del grupo protagonista logre salir del infierno. Pero esto es la vida real, y por eso Francesco Schettino se las piró del «Costa Concordia» mientras la megafonía aún decía a los pasajeros que se estuviesen quietos, que no pasaba nada. Desde la lancha que le alejaba del caos que él mismo había creado, llamó a la madre que le parió para tranquilizarla sobre su situación personal, y luego se comunicó con la capitanía de Livorno para fingir que aún estaba en la nave. El comandante que le gritó esa noche: «¡Vuelve a bordo, te haré pagar por esto!» es mi héroe. Necesito un héroe esta semana en la que los panegíricos de Manuel Fraga hablan de «coloso» de la política y campeón de las libertades, el naufragio del sentido común. Hablar sale gratis. El capitán Schettino, por ejemplo, dice que gracias a su brillante actuación miles de personas se han librado de ahogarse. Mi héroe es el furioso comandante que le cantó las cuarenta al muy gallina en vivo y en directo la noche de autos, porque cuando esperas tres o cuatro décadas para pronunciar las palabras justas luego ya no lo haces, te da como pereza y te salen gigantes de la democracia y valientes donde hubo otra cosa bien distinta. Y a nadie le importa.

La cobardía como exceso de prudencia. La autopreservación como primer mandamiento en la vida real. Tal vez el capitán del «Costa Concordia» manejaba a

este concepto, igual que los presidentes de gobierno que desaparecen durante tres semanas en plena crisis o los directivos de cajas de ahorro que cobran millones después de arrastrar sus entidades al fondo de la sima. Si votamos masivamente eso, y retribuimos religiosamente eso, como si no existiera la opción de hacer justamente lo contrario, dar la cara y no pagar, ¿qué ejemplaridad podemos esperar de un simple prójimo que ve el desastre que ha causado en medio de la noche?

Mejor creer que hay vida más allá de este aquí. La semana pasada cumplió setenta años el físico Stephen Hawking, el hombre que quiere entender, el científico comprensible. En un discurso que envió a la Universidad de Cambridge, pues su esclerosis lateral amiotrófica le impidió estar allí en persona, se refirió al triunfo que supone para los seres humanos haberse acercado tanto a la comprensión de las leyes que gobiernan el universo. «Acuérdense de mirar hacia las estrellas y no hacia sus pies». «Sean curiosos». «Por muy difícil que pueda parecerles la vida, siempre hay algo que pueden hacer y en lo que pueden tener éxito». Eso recomendó Hawking. La valentía, al fin encontrada en el pensamiento de un hombre que no puede mover un solo músculo, pero afirma que lo importante es no rendirse. Y que augura que en mil años deberemos dejar este planeta y buscar otro si queremos garantizar nuestra supervivencia. Sobrevivir al grito de «sálvese quien pueda» como lo hizo el capitán del «Costa Concordia», ¿será eso bueno para el resto del universo?