En estos días, reciente el 30 de enero, fecha del nacimiento de Claudio Rodríguez, releo los poemas de "Conjuros", su libro más entrañado. Pero, ciertamente, da igual qué libro abramos, qué poema leamos, porque en toda su obra encontraremos el mismo latido, y, sobre todo, cuánto misterio y cuánta cercanía en su palabra. Un don que sólo a los más grandes poetas les es concedido y que ellos generosamente nos lo entregan. Unas pocas palabras verdaderas que nos pagan todo el vivir.

"Don de la ebriedad" supone, entre otras cosas, la creación de un mundo poético sin fisuras, un canto de exaltación del yo integrado en la naturaleza, pero lo más asombroso de todo en este primer libro del poeta adolescente, no es la perfección tanto técnica como de expresión y de mundo imaginario plasmado en los poemas; lo más asombroso es que "Don de la ebriedad" contiene ya las claves imaginarias (si bien, intuitivas, inconscientes, irracionales) de toda su poesía posterior hasta culminar en esa especie de poema sinfónico total que es "Casi una leyenda".

En "Conjuros" la mirada del poeta se orientará hacia otros derroteros, concretamente hacia la revelación de lo sagrado de la vida humana.

En "Conjuros" la contemplación amorosa de la tierra y la labor humana quedan trascendidas para alcanzar una visión telúrica sagrada (desligada evidentemente de cualquier implicación confesional) a través, por ejemplo, de un complejo simbolismo en el que la claridad, el fuego y el amor (de resonancias platónicas y místicas) se alían, se conjuran. El amor ahora es el medio de acceso a esa claridad, es decir, a la verdad y a la pureza. Un simbolismo terrestre concretado en los objetos humildes (la casa, el laboreo campesino, la llanura, el día de sol, la viga de un mesón, la lluvia, el ramo por el río o el pinar amanecido) exploran la inmediatez de lo real en ese afán por lograr la plenitud, aunque haya poemas en los que ya se deja entrever la escisión y la duda, el desengaño y el miedo .

La búsqueda incesante del amor a lo largo de todo "Conjuros", las continuas caídas de ese anhelo de fusión, de participación solidaria con los demás, tantos finales en el desencanto y la impotencia, para llegar a la verdad de que el hombre se une al hombre por el "mal amor", es decir, por el miedo. Pero frente a éste el verdadero amor seguirá manifestando la verdad de un mundo no escindido, aquella verdad que va más allá de "la triste realidad de la apariencia", de "la sutil añagaza", "el ruin chanchullo", "el bien adobado cebo de la apariencia".

En los últimos poemas del libro, el poeta, al no hallar esta solidaridad humana va insistiendo en la despedida. El "adiós" empieza en "Con media azumbre de vino" y termina en un cuadro imaginario con la figura simbólica del viajero como síntesis de la búsqueda del conocimiento y la verdad a través de un viaje iniciático por las tierras castellanas y sus hombres. "Conjuros" como una geografía moral en la que el poeta, el verdadero viajero, descubre que en todos "hay poco amor y mucho miedo siempre".