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Al grano

Mascaradas

Las fiestas de antruejo de estos días en la provincia se convierten en espejo de un tiempo que ya no es

Mascaradas

Los pueblos zamoranos huelen estos días a humo de encina y retumban en medio de la nada manchada de niebla. ¿Qué dicen? No se entiende: no hablan, gritan, suenan. ¿A qué? A cencerros, a tamboril, a flauta, a castañuelas. Las mascaradas devuelven al pasado, a cuando las casas eran de barro, tenían una habitación y cobijaban a familias con diez hijos. El frío se tapaba con frío y, milagro, menos por menos más, daba calor. Humano. Fiestas hiemales, cargadas de simbolismo agrario, que este año estrenan la calificación de patrimonio cultural inmaterial y que siguen esperando la declaración de patrimonio de la humanidad. Sanzoles, Riofrío, Montamarta, Pozuelo?, una veintena de pueblos que hasta que alboree el año se visten de andrajos festivos para reivindicar una cultura que está hecha añicos y que ya solo aspira a que, al menos uno de ellos, pase a ser recuerdo universal. Hay que urgir a la Unesco para que ampare estas manifestaciones con el paraguas de la globalización. El turismo es el último clavo donde agarrarse. Así de triste, así de alegre.

Vuelve la vida a los pueblos por unos días. Los habitantes de las ciudades desandan el camino. Siempre es purificador encontrarse con el pasado por unas horas, recuperar la cultura agraria, aunque sea metida en un tarro con lazos de colores. No es casualidad que estas manifestaciones estén llenas de sudor, de esfuerzo, de alcohol. Nunca ha sido fácil la vida en el ámbito rural. En la liturgia de las mascaradas se esconde una historia larga, de sufrimiento, pero también de celebración, de juerga, de perder el control. Quien quiera echar una mirada a lo que fue, que vaya estos días a los pueblos. Verán, verán el contraste. Lloren y rían.

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