No es la primera vez que sucede; pero ha ocurrido una vez más. Al acudir a la consulta de mi endocrino, para una revisión normal y presentación de los resultados de un análisis, la doctora, a cuya consulta acudo hace más de treinta años, me miró a la cara de un enfermo de catarro y su decisión fue rápida: "Vaya a "Urgencias" de la Clínica Moncloa". En taxi nos dirigimos a tal clínica mi esposa y yo. Llegamos aproximadamente a las 5.30 de la tarde y me sometieron a varias pruebas hasta más de las once de la noche. Entonces, la doctora que coordinaba las entradas dijo que, dada mi avanzada edad, no me enviaría a casa, sino que ordenaría mi ingreso, tan pronto como hubiera una habitación disponible.

La llegada a la habitación y acostarme en ella, después de la tarde tan llena de pruebas y molestias, supuso tal descanso que me llenó de satisfacción. Supuse una permanencia en cama desde las doce de la noche hasta muy entrada la mañana del día siguiente; así me lo he supuesto cada vez que me han hospitalizado. Lo mismo que ocurre siempre, la sorpresa llegó a las seis de la mañana. Más acusada que otras veces, llegó a esa hora la "procesión" de enfermeras y médicos que duró hasta bien entrada la mañana. Lo más agradable fue el copioso desayuno que satisfizo mi necesidad de 24 horas sin ingerir alimento.

Pero mis dos brazos y hasta mi vientre fueron testigos sufrientes del esmerado tratamiento que comenzó aquel día y se repitió los quince que duró mi hospitalización. Cada día comprobaron mi tensión arterial; todos los días comprobaron varias veces mi temperatura, sólo afectada un día por ligera fiebre; varios días extrajeron un poco de sangre para análisis; se repetía a diario la infiltración de antibióticos y algún otro producto; se atendía a diario con inyección de insulina mi habitual glucemia reconocida y remediada con apropiada alimentación; tampoco faltaba a diario el leve pinchazo en el vientre para infiltración de algún medicamento. Supongo que fueron tantas las intervenciones para remediar la "neumonía multilobar", que se me diagnosticó, que me he "dejado en el tintero" alguno de los "pasos" de la "procesión" curativa. ¡Cuántos "pinchazos" me evitó la "vía" instalada de principio a fin en uno de mis brazos!

La "procesión" terminaba, al final de la mañana, con la visita de la doctora García Delange, un derroche de amabilidad, que, en larga charla familiar explicativa, le daba a mi esposa e hija todas las noticias necesarias que ellas confiadamente le pedían. Para ellas, fue un premio espléndido a su constante compañía, día y noche, turnándose , por la cama, o coincidiendo, durante el día, que compartían sentadas en un sillón o en el sofá convertible en cama. A diferencia de otros enfermos, siempre tuve la compañía de una de ellas y algunos largos ratos las acompañó mi cuñado soltero. Disfruté de la visita del matrimonio González-Villamor (mis otros dos cuñados) y el otro cuñado Ángel Blanco, viudo de la muy querida cuñada Elisa. Y, por si faltaba algo para esta satisfacción familiar, tuve la visita de mi sobrino Ángel Luis, la de mi yerno Yisí y la más ansiada de mi nieta Gala, que no fue desde el primer día porque se lo impidió su propia madre, temerosa de algún peligrosos contagio; pero repitió varias veces tan pronto como tuvo el oportuno permiso.

La dedicación a mi cama de esta referencia se debe, seguramente, a lo agradable que ha sido esta vez la confluencia del amable trato de todo el personal, desde la enfermera responsable hasta la joven que retiraba la bandeja de la copiosa comida que se me administró; se incluye en este apunte de reconocimiento a la doctora García Alange, que organizaba todo y tenía a su servicio los de reconocimientos y analíticas. El informe que nos facilitó en la despedida es algo notable por su calidad y los completos detalles que suministra. Lo que he querido resaltar en todo el contenido y sobre todo en mi intención al decidir escribir ha sido la sorpresa que produce en el hospitalizado comparar la comodidad y tranquilidad del descanso en hospital con la intranquilidad e incomodidad que proporciona un cuidado eficaz desde el punto de vista de las atenciones para liberar a uno de la enfermedad. La última "mascarilla" de las doce de la noche, unida al cúmulo de atenciones de la madrugada rompen el encanto y la falsa esperanza del ingreso en hospitalización. Afortunadamente, no puede uno asegurarse un descanso de muchas horas, porque los cuidados eficaces se encargan de romper la duración de ese supuesto disfrute tranquilo de una cama perfectamente cuidada lo largo del día.