Es la una de la tarde. De par en par, la puerta de la casa de acogida “Madre Bonifacia” de Cáritas: es la hora de la comida. En el pequeño vestíbulo, a un lado, se apilan tápers con menús; al otro, bolsas con alimentos no perecederos. Desde la una en punto, Beatriz, trabajadora social, se aposta en el diminuto recibidor, un puff rojo le separa del goteo de ciudadanos que viven en la calle o que carecen de recursos. Cincuenta veces se agachará y se levantará para recoger los recipientes y dejarlos sobre el taburete. El usuario lo recoge, da las gracias, alguno hace alguna pregunta extra. El pequeño taburete cubre el espacio de seguridad sanitaria y hace las veces de mesita: Beatriz deja ahí el plato que calentará los estómagos de muchas familias sin ningún recurso o con muy pocos.

Plato de comida en el comedor de Cáritas Zamora. Emilio Fraile

“Ahora damos comidas a familias enteras cada día”. Ese “ahora” delata la desestructuración social que está provocando el COVID. María León Gago, directora y alma mater de la casa de acogida, de nervio, afable y gran conversadora, trillada en la acción social a la que llegó hace décadas, sabe dar una de cal y otra de arena: lo mismo lanza un gesto de cariño, palabras de aliento a un beneficiario, que, implacable, abronca al que llega una hora y media tarde para recoger el menú, “te he dicho muchas veces que hay unas normas y hay que cumplirlas”, dice asomada al dintel de la puerta. Hay que trancar al virus, ninguno de los que no residen o comen habitualmente en la casa traspasa el umbral.

Los 19 hombres y mujeres que “viven aquí de forma continuada o temporal-larga, o están de paso”, van tomando asiento en el comedor, en la planta baja, junto a los que acuden solo para alimentarse. Las escaleras comienzan a cobrar vida, las 28 habitaciones se distribuyen en dos plantas. María saca inesperadamente la pistola termómetro del bolsillo de su bata blanca y, decidida, se lo dirige a la frente. “Tres veces al día se les toma la temperatura”. Los ricos guisos preparados por María Ángeles y Carmen abren el apetito al más inapetente con su aroma casero. “Durante el confinamiento, llevábamos menús a 36 personas cada día, ahora damos de comer a familias enteras, y a personas confinadas” con ayuda de voluntarios. “Fue muy duro”. María recuerda cómo se les hizo llegar también productos de aseo, o cómo “teníamos que buscar a personas que vivían en la calle”, a la intemperie, “en el puente de Hierro o por detrás de la Peña de Francia…”, guarecidos en casetos en ruinas. 

Una de las usuarias del centro de Cáritas de Zamora. Emilio Fraile

El estado de alarma sanitaria y el confinamiento dejaron a 28 personas en el centro de Cáritas; el Ayuntamiento de Zamora abrió el albergue de peregrinos, pero mientras echó a andar, “Madre Bonifacia” tiró con todo. 90 personas sobrevivieron bajo su paraguas en la primera etapa, “personas en situación muy extrema, sin ningún de recurso, no tenían a dónde ir; algunas con enfermedades mentales”; o que residen en una pensión o en una casa pequeña “y hay que vivir ahí día tras día, 24 horas para saber lo que es”. Vino alguna mujer con niños: ellas se quedaron, pero a los hijos se les reubicó en el colegio del Tránsito. “La situación fue muy dramática para muchos. Hubo quien perdió el trabajo y todo”. Y los zamoranos, “los particulares”, desplegaron su solidaridad, “recibimos ropa de vestir y de cama, comida, productos de higiene…, de todo”. 

El pasado delictivo o las adicciones marcan la historia de muchos usuarios. “Algunos buscan rehabilitarse”, explica María. La ONG ayuda a la reinserción con programas formativos. Otros “llegan de paso”, aunque el miedo al virus frena el trasiego de transeúntes. Otros, “entran y salen”, y terminan por quedarse, han coqueteado con drogas, con el juego y tenido muchos problemas con su entorno, “les cuesta adaptarse a las normas, pero no se van porque ya ni familia ni amigos les amparan”.

La pandemia ha descolocado muchas vidas, algunas será difícil que se repongan. A sus 48 años, Ana se vio de un día para otro en la calle y sin dinero. La zamorana “trabajaba en ayuda a domicilio” y, de nuevo, el fantasma del contagio la dejó sin casas para ir a limpiar. Desde un optimismo absoluto, olvidados ya los días de “ansiedad y angustia”, relata que “hasta ahora no había tenido que pedir nada a nadie”. Verse sin poder pagar el alquiler ni la comida le dejó “bloqueada, de repente te quedas sin dinero ni piso”. Siempre se oyen historias de personas que se quedan en la calle, pero “nunca pensé que podría ocurriera a mí”. 

Usuarios del centro de Cáritas Zamora. Emilio Fraile

Terminó recurriendo a la parroquia y llegó hace cuatro meses a “Madre Bonifacia”; y a la Gerencia de Servicios Sociales para solicitar la Renta Garantizada. La casa de transeúntes le ha abierto otros caminos. Sin cargas familiares, encara el futuro sola, “siempre me he buscado la vida”, pero con valentía, “miedo no tengo, creo que esta situación será transitoria, estoy esperando acabar el curso de Atención Sociosanitaria en Instituciones Sociales”, dice de carrerilla. 

Detrás de esa salida profesional está la labor de Cáritas, explica María León Gago. Ana agradece el respaldo, “me han empujado a terminar el curso y me he volcado”, espera trabajar pronto en residencias de ancianos. Se coloca de perfil frente al COVID, “no me asusta, soy antivirus”, dice tras su mascarilla. El agradecimiento a esta oportunidad es infinito, “aquí estoy bien, pero quiero salir porque de ser independiente a verte en este lugar…”. Ana se define como una persona “fuerte, saldré adelante, estoy convencida”. 

Con la misma esperanza, el joven marroquí Anass, de 27 años y estudiante de matemáticas en su país, lucha en Zamora, donde se afincó, por ganarle la batalla a esta crisis económica de esta pandemia que le ha expulsado del mercado laboral. Llegado hace dos años a España en patera tras una “horrible travesía de tres días sin comer ni beber agua”, dispone de la “tarjeta roja” que le identifica como refugiado y que le ha permitido trabajar como camarero, “tenía experiencia”, cuenta. Conoce bien Cáritas donde aprendió el poco español que habla en los cursos que imparte la ONG. Y cuando se quedó a la intemperie por la crisis de la pandemia, acudió a la casa de acogida, “la gente habla y me enteré”. Ahora se beneficia del curso de camarero de Cáritas para tener un título profesional, “confío en volver al tajo cuanto antes”, su principal obsesión. “Soy un buen camarero” y tiene un buen recuerdo de la clientela, “no he tenido problemas de integración”. 

Anass ha pasado experiencias terribles que solo quiere olvidar. Sigue habiendo “días duros”, echa de menos a su familia, un dolor que amortigua con el apoyo de una tía, casada con un zamorano, que vive en la capital. Perfectamente integrado, no cesa de “dar las gracias a ellos”, al personal de la casa de acogida.

Un usuario del centro de Cáritas Zamora. Emilio Fraile

Miriscov, nacido en Bulgaria hace 45 años, llegó joven a España “porque en mi país no tenía trabajo, después me puse enfermo” y pasó a depender de una pensión mínima. La esclerosis múltiple le apartó de la vida hace más de 10 años, antes de trabajar “en lo que salía, agricultura, construcción, ganadería, panadería…”. Es un viejo conocido de la casa de acogida. Llegó a guarecerse “en una caseta de campo” en un pueblo, “no podía trabajar”, con un 68% de discapacidad reconocida, “me vi en la calle, comiendo del contenedor de la basura, de lo que tiraba un supermercado”. 

El párroco de Villalpando fue el que le ayudó y le mandó a la casa de transeúntes. Ahí lleva viviendo tres años. Ahora se beneficia de una pensión no contributiva. “No puede ser autónomo”, explica María León Gago, “con 369 euros no puede vivir, además necesita apoyo para su vida, hay que acompañarle, psicológicamente también está afectado”, es “ordenado y limpio, ayuda en la casa, casi es uno más de nosotros”. Este inquilino veterano se muestra “contentísimo, la directora es muy buena y los monitores también, casi todos somos amigos”.

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El coronavirus desde el lado de la pobreza en Zamora