La mejor palabra del silencio

Luis Felipe Delgado, el Cristo de las Injurias y otras memorias de la Zamora penitente

Luis Felipe Delgado

Luis Felipe Delgado / Jose Luis Fernández

Francisco García

Francisco García

Porque le profeso fraternal afecto desde mi larga etapa en esta ciudad levítica, nadie mejor que un parlanchín como Luis Felipe Delgado de Castro para glosar el silencio ante el Cristo de las Injurias, ese crucificado que es el trasunto de Zamora, territorio condenado al Gólgota del despoblamiento pese al anual espejismo semanasantero, cuando miles de hijos de la diáspora retornan tras la el repique a capítulo de la campana del Barandales de Flecha. Podría contarme entre uno de esos exiliados, pese a no ser zamorano de partida bautismal, pero sí un ferviente admirador, como figurante, del anual teatro de la Pasión, que en esta ciudad es la catequesis a pie de calle de un Evangelio tallado en madera a golpe de gubia y cincel. Incluso en este marzo confuso en que algún brujo maligno parece haber desatado el aguacero ordenando los pasos de la macabra danza de la lluvia

Luis Felipe es la voz por antonomasia de la Semana Santa de Zamora, indiscutible heraldo y pregonero, además de notario y escribano de hechos y sucedidos que se pierden en la noche de los tiempos de Pascua. Nadie con mejor aval, por tanto, para postrarse ante esa talla mayúscula de cuyo costado mana un río de sangre de salvación. Nadie más cualificado para dirigirse al estertor de ese injusto ajusticiado de mirada perdida y tensa musculatura, a punto de entregar su alma. Al que correspondiéndole laureles de rey martirizaron las sienes con púas de espino.

A veces el silencio es muy hablador, como las viejas piedras de Zamora, que cuentan, a quien sepa escuchar, los avatares de una ciudad legendaria cuya gesta pervive en el Romancero, encastillada en sí misma y muchas veces ensimismada, en tantas ocasiones adormecida, acostumbrada a sacar la procesión de dentro para mostrarla fuera

Cuántos Miércoles Santos a la largo de una década vi desfilar por la Rúa de los Francos a ese Injuriado desde las ventanas del periódico. Hago memoria y creo ver cómo se le deslizaba una lágrima por la mejilla a la malograda compañera Belén Alonso, que dejaba los quehaceres del teletipo para contemplar este y otros pasos desde la puerta de abajo, sin saber que ella misma iba a ser, con el paso tembloroso de los años, doliente Dolorosa…

A veces el silencio es muy hablador, como las viejas piedras de Zamora, que cuentan, a quien sepa escuchar, los avatares de una ciudad legendaria cuya gesta pervive en el Romancero, encastillada en sí misma y muchas veces ensimismada, en tantas ocasiones adormecida, acostumbrada a sacar la procesión de dentro para mostrarla fuera. Una ciudad que se transforma cuando llegan estas fechas, capaz de cumplir con nota la síntesis del bullicio y del silencio, que tiene el color rojo de los caperuces de una de las hermandades por mí más queridas y apreciadas. Como una vez escuché decir con acierto a Luis Jaramillo, al que puede abrazar el martes por Santa Clara con Paco Gus y Pipo Labajo: "Zamora, que resucita cuando Cristo muere, y muere cuando Cristo resucita".

Pero ¿quién es, quien estas líneas firma, para hacer profesión de fe de apasionada zamoranía? En semejante empeño no existe ni capacidad ni talento para competir con Luis Felipe, querido y admirado, de cuyo magisterio tanto aprendí, y aprendo, de la Semana Santa de Zamora e incluso de la vida. Luisfe es un libro abierto; tal vez enciclopedia y desde luego una colección magnífica de fascículos. Aguardo la llegada del sábado para abrazar de nuevo al amigo, antes de brindar por Zamora, como un par de veces o tres al año, elevando la copa de Díscolo con Paco Somoza y Delfín Rodríguez, las otras dos patas de un buen banco donde encontrar acomodo y reposar.

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