Itinerario de la palabra

Los ruidos

Retención de tráfico

Retención de tráfico

Luis Felipe Delgado

Luis Felipe Delgado

Sé que he escogido el título y contenido de este artículo en el día menos apropiado. Porque hoy, de una forma muy especial, en plena Pasión, el silencio será el contrapunto de los ruidos que nos incomodan tantas veces por la vida. Hoy es el día del Silencio, con mayúsculas, en la ciudad, dominada habitualmente por la calma, que ha vuelto en plenitud a la vida para vivir una Muerte. ¡Qué contrasentido más difícil de explicar y de entender! Un hábito que va más allá de modas y de modos. Y aquí está el silencio, entre nosotros, a la espera de que se consagre y ascienda, como el incienso, hasta los pies de un Crucificado de una dimensión portentosa.

Quiero ahora escribir del ruido, ese compañero infatigable y constante de la vida, con el que nos topamos cada día, nos incomoda en ocasiones y hasta nos altera, el ruido que desajusta a menudo nuestra forma de ser y de pensar. Ruido que nos asalta con sus luces de neón farfallonas, en el papel o la pantalla del móvil. Ruido compulsivo, hasta agresivo en ocasiones, que siembra confusión, induce al engaño y enturbia las relaciones humanas. Ruido parásito que perturba las transmisiones humanas y congestiona la convivencia. Un ruido hecho de mentiras enteras y medias verdades.

Ruido el de la velocidad desmesurada que pasa con su vértigo a nuestro lado, un estallido de motores, extemporáneos, recalcitrantes, obsesivos muchas veces. Ruido receloso el de las sirenas de ambulancias que preconizan la urgencia de la desgracia ajena o de los bomberos que anticipan la secuencia del fuego o del agua. Ruidos que te ponen alerta, aunque a veces los dejemos pasar por el oído con una indiferente parsimonia, con los brazos cruzados.

Hoy es el día del Silencio, con mayúsculas, en la ciudad, dominada habitualmente por la calma, que ha vuelto en plenitud a la vida para vivir una Muerte. ¡Qué contrasentido más difícil de explicar y de entender!

Hay otros ruidos que, aunque se vistan de diversión, desdicen totalmente el sentido de su creación y de la inspiración de su autor. Por ejemplo, el de la música, agresiva en su sonoridad, descompuesta y transgresora, ruido inoportuno y machacón que nos sumerge en la mediocridad y debilita nuestra sensibilidad de una forma lenta pero gradual.

Hay ruidos sin embargo que son reconfortantes, risueños. Pasas por el patio de un colegio en el recreo y los gritos felices de los niños asaltan los cortos cercados de las verjas y surgen nítidos y constantes. Es una algarabía divertida modelada con chillidos y risas que se agradecen cuando pasas, con la prisa encima, de un lado a otro de la vida.

Ruido feliz y agradecido el del viento cuando pisa los adentros del monte o de la sierra, cimbreándose entre los encinares, robledales y pinares, en una melodía improvisada por la fuerza con que los cruza, al galope, un ruido que rompe las soledades de la montaña, una música que está escrita, más allá de un pentagrama humano, por una mano creadora invisible e inmortal.

El ruido se torna trágico cuando esa misma sierra no la atraviesa el viento con su invisible zancada sino la arruina el monstruo de mil y una cabezas del fuego, que deja aniquilados parajes tan hermosos, deshaciendo las maravillas de su flora y fauna. Ese taller de estrellas del bosque queda deshecho, para el desguace humano.

Ruido feliz el del agua al dejarse caer, con su corpachón abultado por los manantiales y neveros de los montes, despeñándose en montones de madejas inmanentes del agua. Así hemos escuchado muchas veces los ruidos apacibles de las cascadas de Sanabria, Sotillo y Los Vados y más cerca, la del Pilar en Almaraz o de Abelón en la entraña de Sayago. Ruido cantarín, sutil, armónico, como de compás llano. O ese otro ruido del agua cuando desciende desde las anchas ligaduras del cemento tapiado de la presa por el aliviadero,formando una catarata de espumas liberadas, envueltas en sol que, mientras cae, inventa cristales y hace con ellos arcos celestes en los que se prende el arco iris.

Ruido de galope enloquecido el del río cuando se echa al hombro todas las nieves y lluvias de la meseta y las unce a su cauce para extenderse sobre las tierras y haciendas, sembrándolas de inquietud y a veces, de tribulación. Ese río, cuando llegaba con su ruido de paz, manso y vigoroso, le pidió unos versos a su vecino de la adolescencia, poeta para gloria de la literatura y gozo de Zamora, Claudio Rodríguez. Ahí está enhiesto, vivo, su poema "Al Ruido del Duero" y su palabra: "Oh, río,/fundador de ciudades,/sonando en todo menos en tu lecho,/ haz que tu ruido sea nuestro canto,/ nuestro taller en vida".

El agua produce otro ruido, esta vez temeroso, cuando, desbocada, asalta puentes, caminos, tierras y arrasa casas, desmiembra vidas. Ese ruido que mi amigo Delfín Rodríguez describió en su libro sobre la tragedia de Ribadelago "9-E: la noche que pasó aquello", "un estruendo como de relámpago había estremecido la taberna". Así de seco y salvaje fue aquel horrendo puñetazo que la naturaleza y la avaricia le dieron a un pueblo en su corazón. Las consecuencias de aquel ruido marcaron para siempre la vida de aquella comarca y luego, tras aquel sobrecogedor ruido del gigantesco torrente desbocado cuesta abajo, sobrevino el silencio de la desolación y de la muerte, dueño y señor del estremecedor paisaje de ruina y barro. Sollozos y ladridos, aquí y allá, turbaban aquel demoledor silencio aquella noche que parecía interminable.

Ruido gozoso el de las campanas, que, por cientos, colgadas de legendarios campanarios o pequeñas torres, vocean las glorias de María y la Resurrección de su Hijo y entonan cada día la oración del mediodía. Y ruido triste, extendido por los páramos del corazón, cuando anuncian la muerte, golpeando su alma de bronce con estremecedor lamento acompasado.

Ruidos felices también los de las mieses por esos campos de pan llevar cuando zarandea el viento sus cúmulos de espigas de un lado a otro de la luz. Y los ruidos que perdimos con el paso del tiempo, cotidianos, el de la máquina de coser en una maniobra movida con destreza y amor a la vez por manos y pies, el del martillo del herrero moldeando el hierro izado de la fragua, el del afilador culebreando con notas desafinadas su presencia aquí y allá, o el quejumbroso del carro del carbonero, atestado de tiznados cestos de esparto. El ruido vivaracho del motocarro que llevaba el pan nuestro de cada día sorteando aceras o el del brusco y corajudo silbato del guardia de la circulación en un ballet combinado de silbidos y manos.

Podría seguir, quedan muchos aún agazapados tras la memoria cada vez más desgastada. Pero todos esos ruidos, los que perdimos con los años y los que hoy nos atenazan y amargan unas veces, y aquellos otros muchos que nos engranan con la alegría, se detendrán un momento esta noche. Se hará el silencio. Será el silencio el que ocupará todos los espacios del tiempo y descenderá sobre la cruz de un Cristo, medio muerto allá en la plaza de la Catedral. Y por encargo de la cofradía, pondré a sus pies los silencios, tristes y gozosos, que nos trae la vida para que nos los bendiga mientras se va muriendo por la ciudad.

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