¿Y si nos hacemos montañeses?

Parece evidente que una solución para que los pueblos sigan vivos es facilitar la llegada de residentes, ya sean fijos o temporales

Imagen de archivo del término municipal de Vigo de Sanabria.

Imagen de archivo del término municipal de Vigo de Sanabria. / P. Cifuentes

Manuel Mostaza

Manuel Mostaza

El fenómeno del despoblamiento del medio rural es una habitación llena de elefantes que ninguno queremos ver. Hay una parte del problema que nos supera a todos y deberíamos de ser humildes al enfocarlo: las dinámicas sociales se producen por múltiples causas, muchas de las cuáles ignoramos, y no siempre la política tiene capacidad de frenarlas.

El proceso de urbanización es universal y en los pueblos hay menos servicios y menos posibilidades laborales y vitales que en el mundo urbano. Además, está el estigma que iguala lo rural a lo atrasado y que sigue presidiendomuchas veces la conversación privada, aunque no queramos admitirlo en púbilco.

Sin embargo, hay otros temas en los que la política puede actuar, asumiendo que no hay soluciones mágicas: es mejor hacer aquello que se puede hacer, que soñar con remedios mágicos y arbitristas imaginados por aquellos que nunca han salido de sus despachos de profesor universitario en hermosos campus urbanos. Hay oportunidades industriales, y ahí tenemos el tema de los centros de datos, cada vez más necesarios, para los cuáles se necesita suelo y se necesita energía. ¿Tiene algún sentido que se instalen en la corona metropolitana de Madrid y no en la montaña palentina, en el Bierzo o en Sanabria, donde el precio del suelo o el gasto en refrigeración es mucho menor?.

Pero hay otro tema que afecta, y mucho, al futuro del medio rural, y es el acceso a la vivienda. En toda la España rural en general, y en Castilla y León en particular, hay centenares de núcleos de población de menos de quinientos habitantes; núcleos en claro declive demográfico y cuya solución no va a venir -a estas alturas por lo menos- de la agricultura ni de la ganadería. Dominemos la melancolía, no es fácil, y pensemos con objetividad: una solución para que estos pueblos sigan vivos es facilitar la llegada de residentes, ya sean fijos o temporales, así como el hábitat de estos. Eso supone vida, pero también supone consumo e ingresos para el Ayuntamiento. Y sin embargo, las normas subsidiarias que se aplican en muchos de estos pueblos, de Soria a Zamora, con el silencio cómplice de muchas de las Diputaciones, parecen aprobadas para evitar, precisamente, la llegada de la población.

Como si el arquitecto que las diseñó quisiera convertir los pueblos en un museo o, más bien, en un mausoleo: detenidos en el tiempo, como los fantasmas de piedra de Mauro Corona, y cada vez más invadidos por la maleza, antesala del bosque que un día los devorará. El resultado es que no se puede construir en prácticamente sitio alguno, tierras que dejaron de cultivarse hace décadas y que quizá no vuelvan a tener aprovechamiento agrícola en siglos, siguen siendo rústicas y, en los terrenos que se pueden urbanizar, la regulación añade disparates como obligar a dejar diez o quince metros de distancia desde el eje de la calle hasta el centro de la finca, lo que imposibilita de facto la construcción de viviendas. El resultado es desolador: viviendas en ruina en los pueblos y solares vacíos por todas partes.

Muchas de estas ruinas no son atractivas -nadie se va a un pueblo para vivir en un zulo y no tener jardín, por ejemplo-, y la gran mayoría de estas casas caídas son pequeñas y están pegadas a otras casas. Hay varias soluciones que se pueden poner en marcha, y todas ellas pasan por asumir que el medio rural o está vivo o solo será un mausoleo. Gravar desde luego la tenencia de viviendas en ruina para que sean arregladas o salgan al mercado es una de las alternativas, pero mirar lo que se hace en otros sitios de España puede servir también para aprender. Ahí tenemos la tierra montañesa, tan castellana durante siglos. Con un problema similar, hace unos años la ley decidió abordar de manera valiente este problema y ahora en la región cántabra se pueden construir viviendas unifamiliares en suelo rústico en los pequeños municipios -norma aprobada por el gobierno del PP en 2012- siempre que la vivienda quede a menos de cien metros de cualquier otra edificación -modificación introducida por los regionalistas y el PSOE en 2022. Desde luego, parece una buena solución, ¿Qué sentido tiene mantener parcelas rústicas llenas de maleza durante todo el año? Sin vivienda nueva y sin la posibilidad de reformar lo que hay, los pueblos continuarán su lento proceso de declive. No se trata por lo tanto de volver a la ley de la selva, -para selva lo que se va comiendo los pueblos- porque la administración claro que tiene un papel que jugar. Así, exijamos criterios estéticos para no perder atractivo: este tejado de pizarra aquí, de teja allí, las casas forradas de piedra, etc, pero hagamos compatible esas exigencias con la posibilidad de que nuestros pueblos no desaparezcan: nuestros hijos también tienen derechos a crecer en esos entornos comunitarios que forman los pueblos. Ninguna “zona azul” (áreas de gran longevidad) está en ámbito urbano, porque la esperanza de vida, como demostró Susan Pinker, está vinculada en gran medida a la vida y los valores comunitarios del medio rural. Ahora que la técnica nos permite vivir a caballo entre ambos mundos, disfrutando de las ventajas de cada uno de ellos, no desperdiciemos la oportunidad por la mala calidad de la regulación..

(*) Sociólogo y politólogo

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