El país de los grandes expertos

Por lo que se ve, son millones los españoles que dominan el contenido de la ley del “solo sí es sí”

Irene Montero

Irene Montero / Alberto Ortega - Europa Press

Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

Es asombroso el tiempo del que dispone la gente, y el dominio del mundo del Derecho que atesoran, para haberse leído la ley del “Solo sí, es sí”, y poder presumir de tener un criterio firme y razonado sobre tan polémica ley. Por lo que se lee, se escucha y se ve, son millones los expertos españoles que ya han hecho ese ejercicio y que, por tanto, se encuentran en óptimas condiciones de dar lecciones al respecto. No solo han sido los medios de comunicación, sino también las tertulias en bares y cafés, y los clientes del mercado comprando cuarto y mitad de alcachofas. Unos afirmando con rotundidad que es una ley difícil de empeorar y otros que resuelve de manera prodigiosa el problema de los abusos sexuales. Y es que vivimos en el país de los grandes expertos en el que, en cuanto te descuidas, te sale un Séneca o un Averroes de la vida que te suelta un sermón desde algún púlpito como si tal cosa.

Asombroso también el hecho de que el autor o autores de la citada ley, a la vista de la polémica suscitada, no hayan sido capaces de coger al toro por los cuernos, explicando de que va la cosa y rectificando los errores en los que hayan podido incurrir. Pero claro, para hacer eso habría que pensar exclusivamente en las mujeres violadas en lugar de estarse mirando el ombligo. Además, ya se sabe que en política el verbo reconocer los errores no se conjuga nunca, porque la culpa siempre la tiene otro u otros que son los que tergiversan las cosas o ponen palos en las ruedas.

Ahora parece que el Gobierno, con las elecciones locales, autonómicas y generales soplándole en el cogote no le ha quedado otra que modificar la ley

Para los pocos que quedamos sin ser expertos en derecho penal, y que, por tanto, no tenemos ni idea de los “otrosí digo”, ni de las disposiciones transitorias (Si es que quedamos alguno) solo nos queda la estadística. Esa herramienta que aporta datos ciertos, que luego son manipulados para que salga lo que el analista pretende. Y la estadística dice que, por el momento, de los más de tres mil presos por violación, son casi cuatrocientos los que han visto reducidas sus penas o han sido puestos en libertad. Menos mal que para llegar a esa conclusión no hace falta haber pasado por Harvard.

Pues bien, esos cuatrocientos delincuentes que ofrecen como datos ciertos la mayoría de los medios (De derechas y de izquierdas) viene a decir que, como mínimo, existen al menos cuatrocientas mujeres que estarán sufriendo lo indecible pensando como cualquier día de estos se van a encontrar con esos cernícalos por la calle; salvo que vivan en Madrid, pues ya se sabe que allí pueden salir a pasear sin encontrarse con su ex (Díaz Ayuso dixit). Pero nadie parece pensar en ellas. Nombrarlas si las nombran, pero sentir su dolor y analizar de cerca su problema, pocos pueden llegar a decirlo. De hecho, ayer, la secretaria de estado del Ministerio de Igualdad, en un acto de soberbia, decía a unos periodistas que no eran cuatrocientos los casos – restándole importancia a las sentencias de los juzgados de primera instancia – sino solo treinta. Como si el hecho de que, hipotéticamente, fueran treinta no significara algo terrible a la vez que bochornoso para la sociedad.

Y es que no se puede dar un ministerio al primero o a la primera que pase por allí. A un ministerio hay que llegar además de rodado, formado, con experiencia en la gestión y dotado de sensibilidad. Porque allí se van a tomar medidas importantes que van a afectar a toda la sociedad. Los cuarenta y ocho millones de españoles no se merecen que pongan al frente de los ministerios a becarios o becarias que solo cuentan con buena voluntad y poco más, o en su defecto, algún o alguna prepotente para el que solo cuenta el escalafón de su partido. Porque las consecuencias las pagamos quienes les pagamos, como ocurre con el ministerio de Igualdad (Uno de los de menor presupuesto) que se lleva 573 millones de euros cada año.

Pretender endosarle los propios errores a los demás no solo es indecente sino también un error que en cualquier ámbito de la sociedad tendría su respuesta, aunque no así en el mundo de la política, donde , al parecer, todo vale. Dimitir es otro de los verbos proscritos en la política, porque, si fuera conjugado, las y los autores de esta ley ya habrían hecho la maleta hace días y estarían rezando un “mea culpa” con Simón del desierto, aquel anacoreta de Buñuel.

Ahora parece que el Gobierno, con las elecciones locales, autonómicas y generales soplándole en el cogote no le ha quedado otra que modificar la ley. No se sabe bien de qué manera, pues no depende de que les vaya mejor o peor a las mujeres, sino de que su socio de gobierno decida tragarse o no ese sapo. Su preocupación pasa porque la gente no se acuerde de esta chapuza a la hora de meter la papeleta en la urna. Mientras tanto, la oposición, fiel a sus principios, se está frotando las manos, por aquello que tanto le gusta: lo de que “cuanto peor, mejor”.

A ver lo que nos dicen los próximos días los millones de expertos españoles que todo lo saben.

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