La gestión y viabilidad de las pensiones en España ha sido y es una patata caliente que todo gobierno del signo político que sea ha tenido siempre sobre la mesa. Supone, sin duda, uno de los mayores quebraderos de cabeza, incluso desde hace más de cuarenta años, cuando ya, en la década de los ochenta, se empezaba a cuestionar su sostenibilidad y si la aritmética utilizada era o no la más adecuada para afrontar con garantías su elevado gasto. No olvidemos que este apartado absorbe, en términos cuantitativos, en torno al 40% de los Presupuestos Generales del Estado de un país en el que, hasta ahora, la esperanza de vida no ha parado de crecer (la pandemia nos acaba de arrastrar del tercer puesto mundial al octavo, tras Japón, Suiza, Noruega, Islandia, Israel, Suecia e Italia).

Sabemos también que el sistema de pensiones, de seguir así, está abocado a una inviabilidad, más aún cuando el aumento de pensionistas es incesante y la legítima revalorización de las percepciones, con el IPC positivo, también crece. Y a todo esto hay que sumar el actual escenario laboral del país, donde la temporalidad y la precariedad siguen siendo el talón de Aquiles y los ratios de productividad industrial se encuentran a la baja, con una atípica y vergonzosa subida de costes energéticos y materias primas.

Con estas cartas tiene que jugar el actual Gobierno bipartito, cuya acción parlamentaria se sustenta a base de acuerdos con partidos minoritarios de corte nacionalista cuyas miras son tan cortas como los anteojos de mi abuela.

Así las cosas, al Ejecutivo de Pedro Sánchez le toca hacer encaje de bolillos un día sí y otro también para convencer no sólo a sus teóricos ‘socios’ legislativos, sino especialmente a Bruselas, que sigue insistiendo en la exigencia de urgir a España a aprobar una reforma de las pensiones con el fin de que sean asumibles y sostenibles en el futuro. Una moneda que, como tal, tiene su reverso para un Gobierno que, tarde o temprano, tendrá que jugarse su continuidad en las urnas, donde es bien sabida la importancia cuantitativa del voto de los pensionistas.

Difícil equilibrio que se percibe, además, en los continuos vaivenes que tanto el ministro José Luis Escrivá como el propio grueso del Gobierno están escenificando ante la opinión pública con el supuesto ánimo de contentar a unos y otros.

La actual reforma, aún a medio hacer, ha tocado solamente los coeficientes correctores de la anticipación de la pensión, el cheque anticipo y poco más. Pero, en cambio, no ha entrado en harina, en la profundidad de una transformación que permita a su vez el alivio de las arcas públicas.

En este tobogán de sube y baja con el que desayunamos últimamente, protagonizado por el Ejecutivo central y su ministro, figura el ofrecimiento a Europa de un nuevo ajuste de las pensiones a cambio de los fondos de la UE, ampliando para ello a finales de 2022 el cálculo de las prestaciones de los 25 años hasta los 35, una estimación que podría suponer un ahorro del 6,3%.

Y aunque el ministro Escrivá y la ministra Nadia Calviño han salido al quite, con el argumento de que lo firmado con la UE es “una síntesis” y que sólo subirían los años de cálculo de la pensión a “algunas personas”, lo cierto es que la inquietud entre la población ha subido como la espuma por enésima vez.

Y la cosa no es para menos, cuando las negociaciones se producen en medio del oscurantismo y la improvisación, tratándose, como es, de un asunto que afecta al bienestar de millones de ciudadanos.

Se comprende la presión de Europa, pero de una vez por todas, los gobiernos, tienen que coger el toro por los cuernos y garantizar este derecho desde el rigor y la sostenibilidad que requiere el sistema de pensiones. Ahí se demostrará o no la política de Estado que tantas veces echamos de menos entre nuestros gobernantes.