Lo que voy a contar no es secreto de confesión, mis queridos lectores, pues, por desgracia, suele ser una experiencia colectiva, por lo que nunca podrían adivinar ustedes a qué penitente(s) me estoy refiriendo. El caso es que, hoy en día, hay mucha gente que se acerca a confesarse y dice: "bueno, la verdad es que no tengo muchos pecados, no robo, no mato, vamos, lo típico". En ese momento me encantaría que sonase la alarma de las tacañonas del "un, dos, tres" y soltasen uno de sus ripios, por ejemplo: "amigo penitente, no sea mentiroso, que por sus pecados se va a caer al foso". Porque robar no habrás robado, pero a lo mejor unos folios o unos bolis del trabajo sí que te los has llevado para casa. Matar no habrás matado físicamente, pero anda que no lo has hecho de palabra y mentalmente a este sí y a este también. Todos pecamos. Pero lo que más me gustaría es que cuando alguien viniera a confesarse empezara diciendo: "mire, padre confieso que no amo a Dios sobre todas las cosas". ¡Ese es el quiz de la cuestión! Porque es evidente que no amamos a Dios sobre todas las cosas, porque, si así fuera, las cosas serían distintas en nuestro mundo y en la misma Iglesia. Y aquí es donde entra en juego el evangelio de hoy. Conocemos de sobra esta escena de Jesús alojado en la casa de Betania, con María a sus pies escuchándole, mientras que su hermana Marta se afana en el servicio. Cuando esta le pide al Señor que recrimine a María su pasividad, el Señor la deja a cuadros recordándole que ella ha escogido la parte mejor y nadie se la quitará, no sin antes reprochar a Marta su excesivo activismo. Interesante. No le dice Jesús a Marta que deje de hacer lo que está haciendo, ni tampoco a María que se ponga a ayudar a su hermana. Simplemente recuerda el Señor que en la vida hay prioridades y que, cuando uno pone a Dios el primero, todo lo demás ocupa su justo valor. El pontificado de Benedicto XVI fue un intento incisivo de proclamar a tiempo y a destiempo la divisa de San Rafael Arnaiz, el joven arquitecto español que entró en la trapa de Dueñas: "solo Dios". Y esto frente a aquellos que precisamente querían dejar a Dios en el banquillo. Dios no es un ególatra obsesionado en que le adoremos. Allá por el siglo II san Ireneo de Lyon proclamaba que "la gloria de Dios es que el hombre de viva". La causa de Dios es la causa del hombre y viceversa, aunque después de tanto tiempo haya gente que todavía no se ha enterado. La pelota está ahora en nuestro tejado. Podemos seguir viviendo con frenesí, ocupados en mil cosas, todas ellas buenas, incluso dentro de la Iglesia, o podemos aparcar todo por un momento y ponernos a la escucha del Maestro. Será la mejor elección y la mejor parte. Y nadie, absolutamente nadie, nos la quitará jamás.